domingo, 24 de marzo de 2013

3. Un poco de historia

Stanley Hall es considerado un pionero en el estudio de la adolescencia. Este estudioso que introdujo al psicoanálisis en los Estados Unidos de América inició con sus trabajos del año 1904 una producción sobre el tema que no ha dejado de crecer. 

Para Hall la adolescencia era, como lo había sido para Rousseau en su Emilio, un segundo nacimiento a través del cual el joven llegaba relativamente indefenso a la edad adulta. Es necesario aclarar que el joven norteamericano de principio de siglo que tenía Hall ante los ojos era un ser educado en rígidos parámetros puritanos que reprimían fuertemente la sexualidad e imponían un profundo sentido del deber sobre el placer. (...)

Pero no fueron solamente las ideas religiosas las que influyeron sobre S. Hall, sino dos teorías científicas de la época: 1.la teoría de la recapitulación de Haeckel, y 2. la teoría de Lamarck.

Consideremos la teoría de la recapitulación de Haeckel. Tal como lo señala Louise Kaplan, las ideas sobre la adolescencia se vieron muy influidas por diferentes versiones de la teoría de Haeckel que provenía de la embriología en su formulación original y fue abandonada en ese campo no sin antes dejar fuertes huellas sobre algunos autores, entre ellos Hall y Freud. En ella se sostenía que la ontogenia recapitulaba la filogenia; es decir, que el desarrollo de un embrión humano pasaba por diferentes etapas en las que se parecía aun pez, a un pollo, un cerdo, estadios por los que habría pasado la evolución de la especie humana. Así formulada, esta idea se sostuvo poco; se aceptó que los embriones humanos se parecían notablemente a embriones de tales animales, no a sus formas adultas. En general, dentro de la biología esta teoría recapitulacionista se ha dejado de lado o se toma con fuertes precauciones.

Pero la idea de la recapitulación era tentadora y tuvo gran influencia en el campo psicológico dentro del cual se formuló como un volver a vivir etapas pasadas.

En su trabajo “Some problems of adolescence”, Ernest Jones, iniciador del estudio de la adolescencia desde el psicoanálisis, decía:

"Durante la pubertad se produce una regresión en dirección a la infancia, al primero de todos los períodos, y la persona vuelve a vivir, aunque en otro plano, el desarrollo por el que pasó en sus primeros cinco años de vida. /.../ Dicho de otra manera, significa que el individuo recapitula y expande en la segunda década de vida el desarrollo por el que pasó durante sus primeros cinco años, de la misma forma en que durante esos cinco años recapitula las experiencias de miles de años de sus antepasados, y durante el período prenatal, las de millones de años." (...)

Esta postura fue avalada por Anna Freud quien subrayó de este trabajo de Jones:

"que la adolescencia recapitula la infancia y que la manera en que una determinada persona ha de atravesar las necesarias etapas del desarrollo de la adolescencia está en gran medida determinada por la, modalidad de su desarrollo infantil."

Kaplan sostiene también que la teoría recapitulacionista cobró nuevas fuerzas en los últimos años al adaptar de manera errónea la teoría de Margaret Mahler acerca de la separación-individuación en los tres primeros años de vida y pensar a la adolescencia como una segunda etapa del mismo proceso. Mahler, a través de la observación de bebés y niños pequeños, hizo una descripción y teorización de gran importancia acerca del vínculo madre-hijo desde el comienzo de la vida, describiendo en los tres primeros años las siguientes etapas: autismo normal, simbiosis y separación-individuación. Pensar que la salida del hogar, la búsqueda de identidad, de profesión, la sustitución de afectos, fuera una segunda vuelta de aquella primera separación-individuación ha tentado a algunos autores. Estos pensaron que no se termina de superar la simbiosis de la primera infancia de manera definitiva hasta la adolescencia, cuando existe la posibilidad real de separación física de los padres y, concomitantemente, la posibilidad de terminar de estructurar la propia personalidad.

Peter Blos fue quien introdujo el concepto de "segunda separación-individuación", pero tal denominación no significa para este autor calcar etapas ya vividas. Blos consideraba que este proceso en la adolescencia tenía características propias, bien diferentes de las infantiles sobre todo en la medida en que entrañaba la conciliación de la moralidad y la genitalidad.

Así lo expresaba Blos:

"Si el primer proceso de individuación es el que se consuma hacia el tercer año de vida con el logro de la constancia del self y del objeto, propongo que se considere la adolescencia en su conjunto como segundo proceso de individuación. (...) Por último, aunque esto no es menos importante que lo anterior, cualquiera de ellos que se malogre da lugar a una determinada anomalía en el desarrollo (psicopatología) que corporiza los respectivos fracasos en la individuación. Lo que en la infancia significa 'salir del cascarón de la membrana simbiótica para convertirse en un ser individual que camina por sí sólo' (Mahler, 1963), en la adolescencia implica desprenderse de los lazos de dependencia familiares, aflojar los vínculos objetales infantiles para pasar a integrar la sociedad global, o simplemente, el mundo de los adultos."

Respecto a la segunda teoría mencionada, la de Lamarck, la misma tuvo influencia también sobre Hall y Freud. En particular Hall trasladó estas ideas a la adolescencia. Si Lamarck postulaba que lo adquirido a lo largo de la vida podía heredarse, Hall entendía que esto también servía para las características psicológicas adquiridas durante la adolescencia. Esta era, por lo tanto, una etapa privilegiada para que la humanidad mejorará a través de la educación en lo relativo a la inteligencia, a la ética ya la religiosidad. Como consecuencia de este pensamiento Hall entendía que era positivo prolongar la adolescencia lo más posible para aprovechar este efecto benéfico sobre las futuras generaciones que se verían mejoradas. Aconsejaba así prolongar la formación del joven mientras sus deseos sexuales se canalizaban a través del deporte y la comunión con la naturaleza. 

Recapitulacionismo y Lamarckismo fueron teorías propias de la modernidad. En buena medida parece ser que también el propio psicoanálisis puede entenderse así. Dice Pablo Grinfeld en su trabajo "Posmodernismo y diversidad psicoanalítica":

"Fácil darse cuenta que el discurso del psicoanálisis se inscribe de lleno entre los discursos que configuran la historia moderna. Su crecimiento también coincide con el comienzo de nuestro siglo."

Tal situación podría explicar que, al cambiar la época la teoría psicoanalítica, tuviera dificultades para explicar los nuevos fenómenos. Pero también es importante señalar que, para que ocurriera tal cambio, el pasaje de la modernidad a la posmodernidad, el psicoanálisis hizo lo suyo, es decir  . Tómese como ejemplo el siguiente párrafo del trabajo "Malestar en la cultura psicoanalítica: del sujeto autocentrado al pluralismo posmoderno", de Juan A. Cabanne y Héctor Petrucci: 

"Desde Freud se resquebraja la solidez de la palabra, aquella de la moderna Ilustración que instituía a la razón del hombre indiviso, que establecía las esferas de los regímenes de la verdad y la autocerteza del pensamiento. El Sujeto aparece como una biografía que se desconoce, como último bastión de la Razón moderna para no caer en su total descrédito. Hasta el momento todo pasaba por un dato clave: la conciencia, a partir de Freud la palabra se interna en el caos de lo psíquico, iluminando el mundo de lo inconciente."

Y citemos al mismo Freud ya maduro en sus ideas, el de El malestar en la cultura, cuando modeliza los contenidos del inconciente, las huellas del pasado individual a imagen y semejanza de una acumulación de ruinas estratificadas a lo largo del tiempo como en las ciudades antiguas de Europa. En esa estratificación nada se pierde, todo se superpone

"Así llegamos a este resultado: semejante conservación de todos lo estadios anteriores junto a la forma última sólo es posible en lo anímico, y no estamos en condiciones de obtener una imagen intuible de ese hecho."

Es decir que imagina un inconciente en el que no existe la piqueta moderna sino en el que conviven y se reciclan huellas a través de productos tales como los sueños en el mejor estilo del pastiche posmoderno. El mismo se encarga de limitar tal imagen:

"Quizás hemos ido demasiado lejos en este supuesto. Quizás debimos conformarnos, con aseverar que lo pasado puede persistir conservado en la vida anímica, que no necesariamente se destruirá. Es posible, desde luego, que también en lo psíquico mucho de lo antiguo - como norma o por excepción - sea eliminado o consumido a punto tal que ningún proceso sea ya capaz de restablecerlo y reanimarlo, o que la conservación, en general, dependa de ciertas condiciones favorables. Es posible pero nada sabemos sobre ello. Lo que sí tenemos derecho a sostener es que la conservación del pasado en la vida anímica es más bien la regla que no una rara excepción."



DI SEGNI, Silvia; OBIOLS, Guillermo. ADOLESCENCIA, POSMODERNIDAD Y ESCUELA SECUNDARIA. La Crisis de la enseñanza media. Biblioteca de actualización pedagógica. Kapelusz, Provincia de Buenos Aires, Argentina, 2001. Cap. II. Ser adolescente en la posmodernidad.

2. ¿Hasta cuándo la adolescencia?

Hablar de la duración de la adolescencia implica diferenciar ante todo dos términos: adolescencia y juventud. Para muchos autores éstos han sido sinónimos aunque presentan diferencias significativas.

Un adolescente es un ser humano que pasó la pubertad y que todavía se encuentra en etapa de formación ya sea en lo referente a su capacitación profesional, a la estructuración de su personalidad o a la identidad sexual. En cambio "joven", cuando este término se refiere al adulto joven, designa a alguien que ya ha adquirido responsabilidades y cierta cuota de poder, que ha madurado su personalidad y tiene establecida su identidad sexual, más allá de que no tenga una pareja estable o no sea totalmente autosuficiente en lo económico. Pero algunos autores de habla inglesa no diferencian ambos términos. En lo que sigue se hablará de "adolescente" o "joven" como sinónimos dejando en claro que el término "joven" excluye al adulto joven.

Arnold Gesell escribía en 1956 su libro El adolescente de 10 a 16 años (Youth. The years from ten to sixteen) completando una trilogía que comenzaba con el nacimiento. Los 11 años marcaban para él el comienzo del comportamiento adolescente, ciclo que se cerraría a los 20. En los Estados Unidos de la época, los 16 años constituían un hito fundamental para el adolescente con recursos, ya que podía comenzar a manejar un automóvil, lo cual le permitía gozar de ciertas libertades y de por lo menos una "sensación" de poder.

Cabe señalar que, en el prólogo de ese libro, Telma Reca se extrañaba de las diferencias encontradas entre los adolescentes estudiados por Gesell en New Haven y otros estudios de treinta años antes (Bühler, Spranger, Mendousse, Ponce). Aquellos autores habían descripto un adolescente introvertido, ocupado en su autoconocimiento, solitario, sentimental, angustiado, proyectando su porvenir y escribiendo su diario íntimo. En 1956, Gesell no daba importancia a tales diarios, sus adolescentes parecían, por lo menos a partir de su modo de estudiarlos, más interesados en la acción que en la introspección. 

Stone y Church, por su parte, definieron a la persona en crecimiento (growing person) de los 13 a los 20 años y establecían una diferenciación entre el desarrollo físico y el psicológico: 1. adolescencia, aplicado al desarrollo físico, se refiere al período que comienza con el rápido crecimiento de la prepubertad y termina cuando se alcanza una plena madurez física; 2. en sentido psicológico, es una situación anímica, un modo de existencia, que aparece con la pubertad y tiene su final al alcanzar una plena madurez social.

Esta última definición trae aparejado un problema difícil de resolver si se quiere fijar una edad como límite superior de la etapa: saber cuándo se ha llegado a la plena madurez y aun más, a la madurez social. De todos modos estos autores también hacían referencia a los "otros", la sociedad que rodea al adolescente como aquella que consagra su madurez y se lo hace saber:

"El joven se da cuenta de que llegó a la edad adulta por la conducta de los maestros, los amigos de la familia, los tíos y tías, los empleados, y especialmente por la de los extraños tales como los mozos, los taximetristas y los peluqueros. Estas personas, menos parciales que los padres, reaccionan ante ciertos aspectos de su exterior y de sus maneras que son muestras de madurez."

Si el límite superior de la adolescencia era definido con cierta vaguedad en los años ‘60, este fenómeno no ha hecho más que acentuarse en los autores posteriores. Françoise Dolto (1980) describe en los últimos años un fenómeno de postadolescencia, un alargamiento de la misma que no permite fijar sus límites con mucha precisión. Para esta autora:

"El estado de adolescencia se prolonga según las proyecciones que los jóvenes reciben de los adultos y según lo que la sociedad les impone como límites de exploración. Los adultos están ahí para ayudar a un joven a entrar en las responsabilidades y a no ser lo que se llama un adolescente retrasado."

Algo parece fallar tanto en las proyecciones de los adultos como en los límites a la exploración que se supone impone la sociedad cuando el fenómeno de postadolescencia suele detectarse en los consultorios de los profesionales del campo psi. En la actualidad nos encontramos con personas que a los 30 años no han conseguido la independencia mínima, la estabilidad afectiva e incluso la sensación de tener una identidad clara por lo que suelen consultar manifestando conflictos claramente adolescentes.

Para Dolto no había madurez posible en tanto no hubiera independencia económica, y por lo tanto consideraba difícil el fin de la adolescencia en un país como Francia, en el cual no se encontraban mayores posibilidades laborales para los jóvenes.

Por lo menos desde lo teórico, esta autora se guiaba para fijar los límites de edad de la adolescencia en la Declaración universal de los derechos del niño, la cual en su artículo 1° define al niño como:

"Todo ser humano hasta la edad de dieciocho años, salvo si la legislación nacional acuerda la mayoría antes de dicha edad."

Para esta Declaración a partir de los 14 y hasta los 18 años se es adolescente, no como una etapa con independencia propia sino como última parte de la niñez. El fin de la niñez para la Declaración no es una cuestión de hecho (cuando se puede dejar de serlo efectivamente), sino de derecho (cuando se comienza legalmente a tener el derecho de guiar la propia vida aunque en la realidad no se llegue a efectivizar: poder manejar pero no tener automóvil, poder casarse pero no conseguir empleo, poder trabajar pero no haber terminado una larga formación).

Es importante destacar que, si bien los derechos que no se pueden ejercer no permiten llegar a una real madurez, su existencia tiene importancia desde el punto de vista del reconocimiento de la igualdad por parte de los adultos. Es decir que a los 18 años un adolescente puede comenzar a sentirse entre iguales con los adultos, en principio es reconocido como tal por ellos aunque le quede un largo camino por recorrer para efectivizar tal reconocimiento.

De todo lo enunciado, lo único que puede tenerse en claro es que el límite superior de la adolescencia, es confuso (...).

Subrayemos estos factores: falta de posibilidades de trabajo, formación profesional muy larga, glorificación de la adolescencia a nivel social, época que ha dejado de ser molesta y transitoria hacia logros agradables para convertirse en una etapa con sus propios logros agradables que da lástima dejar. Se comprende así por qué la adolescencia llegaría a prolongarse en ese fenómeno de posadolescencia que no se sabe cuándo termina... ¿cerca de los 30? Al comienzo nos preguntábamos quiénes eran los adolescentes, hoy, como grupo etario, y la respuesta parece ser ambigua: probablemente un grupo que va desde los 12, 13 ó 14 años hasta un punto impreciso que puede llegar hasta los 18 a 23 y más, momento en el cual consiguen formar parte de la sociedad adulta a través del trabajo, de la propia madurez y del reconocimiento por parte de los mayores. En la medida en que son los adultos que los rodean quienes definen su reconocimiento como pares, es imprescindible analizar quiénes son los adultos de hoy, pero esto será desarrollado más adelante, antes de ello sigamos enfocando al adolescente.



DI SEGNI, Silvia; OBIOLS, Guillermo. ADOLESCENCIA, POSMODERNIDAD Y ESCUELA SECUNDARIA. La Crisis de la enseñanza media. Biblioteca de actualización pedagógica. Kapelusz, Provincia de Buenos Aires, Argentina, 2001. Cap. II. Ser adolescente en la posmodernidad.

1. ¿Existe la adolescencia?

El estudio de las sociedades primitivas tal como fuera desarrollado entre otros autores por Margaret Mead, y los intentos de traspolación de sus resultados a la sociedad occidental desarrollada, tuvo en los años ‘60 mucha influencia en el campo psicológico y ha sido luego duramente criticado. Para estas sociedades la adolescencia es un momento representado por un ritual de paso de una etapa de la vida a otra en la cual se accede a la sexualidad activa, se adquieren responsabilidades y poder dentro de la tribu. En los casos en los que hay un ritual, la adolescencia casi no existe, es sólo un momento de pasaje y las etapas importantes son la pubertad, que marca el fin de la infancia, y la etapa adulta posterior. Se han propuesto equivalentes de los ritos de iniciación en las sociedades desarrolladas. En una época el usar pantalones largos, comenzar a fumar y visitar un prostíbulo eran hitos en el pasaje hacia la edad adulta en el varón, mientras que el permiso para pintarse la cara, usar medias de seda o nylon y tener novio lo marcaban en la mujer. De todos modos, en sectores de población medios y altos urbanos, la adolescencia era un proceso que duraba un tiempo más o menos prolongado, nunca se reducía a un ritual.

Pero es importante señalar cambios que se habrían producido en las últimas décadas: la adolescencia tiende a prolongarse en el tiempo y no es vivida como una etapa "incómoda" o "de paso". Veamos cómo han señalado este fenómeno diferentes autores. Y a afines de los ‘60 Stone y Church, investigadores de la psicología de la conducta, llamaban la atención sobre la prolongación de la adolescencia:

"En otra época, los años intermedios constituían un período durante el cual el niño estaba contento con su suerte, mientras que la adolescencia era una etapa en la que se entraba con renuencia y a la que se dejaba atrás tan pronto como la gente lo permitía. En la actualidad, en cambio, los niños de edad intermedia anhelan a menudo ser adolescentes y los adolescentes parecen creer (durante gran parte del tiempo) que han hallado el modo de vida definitivo

"Hoy en día, y no sólo en los Estados Unidos, la adolescencia ha sido institucionalizada, y es glorificada en los programas de televisión, en los diarios, en la radio y en la publicidad destinada al mercado adolescente. Hasta los adultos que no se unen al culto de la adolescencia ni lo explotan suelen colaborar en su propagación, como si quisieran vivirla vicariamente."

Por su parte Françoise Dolto, desde una óptica psicoanalítica europea, ubica la bisagra del cambio en la segunda guerra mundial explicándolo en estos términos:

"Antes de 1939, la adolescencia era contada por los escritores como una crisis subjetiva: uno se rebela contra los padres y las obligaciones de la sociedad, en tanto que, a su vez, sueña con llegar a ser rápidamente un adulto para hacer como ellos. Después de 1950, la adolescencia ya no es considerada como una crisis, sino como un estado. Es en cierto modo institucionalizada como una experiencia filosófica, un paso obligado de la conciencia."

Sería justamente la era posindustrial la que ha permitido desarrollar y extender la adolescencia, si no a todos, a buena parte de los jóvenes. Los jóvenes pertenecientes a sectores de bajos ingresos o campesinos quedan fuera de este proceso, para ellos la entrada en la adultez es rápida y brusca, ya sea a través de la necesidad de trabajar tempranamente o bien por un embarazo casi simultáneo con el comienzo de la vida sexual. Pero en los sectores medios urbanos la adolescencia se constituye como un producto nuevo, no ya un rito de pasaje o iniciación, toda una etapa de la vida con conflictos propios. Es más, aquellos viejos indicadores de pasaje, si lo fueron, se han perdido totalmente. 

En la sociedad actual, los jóvenes no esperan el momento de vestirse como sus padres, son los padres los que tratan de vestirse como ellos; acceden a la sexualidad con parejas elegidas por ellos mismos, en el momento en que lo desean y sin mayores diferencias entre varones y mujeres. Los hábitos de beber o fumar, no sólo no son consideradas "faltas de respeto" sino que se han vuelto muy difíciles de controlar.

Existen autores que consideran el término "adolescencia" un artefacto creado dentro de las sociedades urbano-industriales a partir del siglo XV ya que es por entonces cuando el término aparece en el idioma inglés. Sin embargo "adolescere" es un término latino que significaba para los romanos "ir creciendo, convertirse en adulto".

En estas consideraciones creemos que sigue siendo útil mantener el concepto de adolescencia en tanto etapa de la vida entre la pubertad y la asunción de plenas responsabilidades y madurez psíquica. Esto no quiere decir que se mantenga el modelo clásico de adolescente descripto en los libros de psicología y en las novelas. Tampoco parece demasiado fácil averiguar si en lo intrapsíquico el adolescente actual sigue manteniendo las características que se le adjudicaban. Este grupo humano es hoy en día influyente en el mercado aunque no lo haga a través de sus propios recursos, se lo cuida y estimula como consumidor. Para el mercado es bueno que la adolescencia dure mucho tiempo y, además, en la sociedad actual no es fácil salir económicamente de ella. En los países con crisis económica no hay trabajos que permitan la independencia de los jóvenes, pero en aquellos fuertemente desarrollados tampoco el problema se soluciona fácilmente. Por el contrario, los jóvenes ven prolongado el período de la vida en el que viven con sus padres, no consiguen trabajos y tienen que prepararse durante mucho más tiempo para acceder a ellos.

Se produce así una época en la cual las responsabilidades se postergan mientras se disfruta de comodidades, una prolongación de lo bueno de la infancia con la libertad de los adultos, un estado "casi ideal".



DI SEGNI, Silvia; OBIOLS, Guillermo. ADOLESCENCIA, POSMODERNIDAD Y ESCUELA SECUNDARIA. La Crisis de la enseñanza media. Biblioteca de actualización pedagógica. Kapelusz, Provincia de Buenos Aires, Argentina, 2001. Cap. II. Ser adolescente en la posmodernidad.

Ser adolescente en la posmodernidad

¿Por qué enfocar en especial a la adolescencia en la cultura posmoderna? Este clima de ideas afecta e influye a todos quienes están sumergidos en él, más allá de su edad, pero nuestra hipótesis es que se genera un fenómeno particular con los adolescentes en la medida en que la posmodernidad propone a la adolescencia como modelo social, y a partir de esto se "adolescentiza" a la sociedad misma.

Comencemos por mencionar a un par de autores que han sugerido esta idea desde diversos campos. El ya citado Alain Finkielkraut dice:
"La batalla ha sido violenta, pero lo que hoy se denomina comunicación demuestra
que el hemisferio no verbal ha acabado por vencer
, el clip ha dominado a la
conversación
, la sociedad 'ha acabado por volverse adolescente'."
Este autor identifica lo adolescente con lo no verbal, ubicado en el hemisferio derecho del cerebro donde también asienta la fantasía, la creatividad, la imaginación. El hemisferio izquierdo, sede de la racionalidad, la lógica y todo aquello que desarrollamos a partir de la educación, incluido el lenguaje, ha perdido terreno sobre todo en la comunicación entre los jóvenes, la cual se desarrolla casi exclusivamente a través de imágenes y con poco intercambio a nivel personal. Desde el campo psicológico, José Luis Pinillos deja en el aire su sospecha ante la generalización del fenómeno:
"...cabe sospechar que en las postrimerías de la modernidad la adolescencia ha
dejado o está dejando de ser una etapa del ciclo (…) vital para convertirse en un
modo de ser
que amenaza por envolver a la totalidad del cuerpo social. "
¿Cómo se puede entender este concepto? Pensemos en el modelo de la modernidad. Se aspiraba a ser adulto, aun cuando se tuviera nostalgia de la niñez. La niñez era una época dorada, en la cual no había responsabilidades pesadas, en la que el afecto y la contención venían de los padres y permitían reunir un caudal educativo y afectivo que facilitaba enfrentarse con lo importante de la vida, la etapa adulta, la cual permitiría actuar, tener capacidad de influir socialmente, independizarse de los padres, imitarlos en la vida afectiva y familiar. Tan fuerte era el modelo adulto para la modernidad que la infancia Se consideraba una especie de larga incubación en la cual nada importante ocurría, algo de lo cual no valía la pena que los hombres se ocuparan demasiado, era cosa de mujeres.

Un golpe significativo a esta idea lo dio el psicoanálisis cuando describió la génesis de la normalidad o la neurosis justamente en etapas tempranas del desarrollo y, para colmo, ligada a algo tan "adulto" como la sexualidad. ¿Quién podía aceptar fácilmente que lo que hubiera pasado en los primeros cinco años de vida tuviera tanta influencia en su adultez, madura, independiente y poderosa?

(...) Es posible que el péndulo haya quedado, a partir de entonces, inclinado hacia el niño pequeño. Muchos estudios se hicieron sobre el tema, sin duda con el fin de llenar un vacío importante.

El niño fue el objeto de investigación y teorización durante muchos años hasta que tardíamente apareció en la escena también el adolescente, el cual, hasta después de la segunda guerra mundial, no parecía ser un grupo humano demasiado interesante para los investigadores. Si pensamos la adolescencia desde el momento actual nos encontramos, en cambio, con que los adolescentes ocupan un gran espacio. Los medios de comunicación los consideran un público importante, las empresas saben que son un mercado de peso y generan toda clase de productos para ellos; algunos de los problemas más serios de la sociedad actual: la violencia, las drogas y el sida los encuentran entre sus víctimas principales y la escuela secundaria los ve pasar sin tener en claro qué hacer con ellos.

Pero, sobre todo, aparece socialmente un modelo adolescente a través de los medios masivos en general y de la publicidad en particular. Este modelo supone que hay que llegar a la adolescencia e instalarse en ella para siempre. Define una estética en la cual es hermoso lo muy joven y hay que hacerlo perdurar mientras se pueda y como se pueda. Vende gimnasia, regímenes, moda unisex cómoda, cirugía plástica de todo tipo, implantes de cabello, lentes de contacto, todo aquello que lleve a disimular lo que muestra el paso del tiempo. El adulto deja de existir como modelo físico, se trata de ser adolescente mientras se pueda y después, viejo. Ser viejo a su vez es una especie de vergüenza, una muestra del fracaso ante el paso inexorable del tiempo, una salida definitiva del Olimpo.

No sólo se toma como modelo al cuerpo del adolescente, también su forma de vida. La música que ellos escuchan, los videoclips que ven, los lugares donde bailan, los deportes que hacen, la jerga que hablan. Para una parte de la opinión pública la actitud de los padres no debe ser ya la de enseñar, de transmitir experiencia sino por el contrario la de aprender una especie de sabiduría innata que ellos poseerían y, sobre todo, el secreto de la eterna juventud.



DI SEGNI, Silvia; OBIOLS, Guillermo. ADOLESCENCIA, POSMODERNIDAD Y ESCUELA SECUNDARIA. La Crisis de la enseñanza media. Biblioteca de actualización pedagógica. Kapelusz, Provincia de Buenos Aires, Argentina, 2001. Cap. II. Ser adolescente en la posmodernidad.

jueves, 14 de marzo de 2013

Pierre Bourdieu - Clase inaugural (4)

La ciencia social solo se puede constituir rechazando la demanda social de instrumentos de legitimación o de manipulación. El sociólogo puede llegar a deplorarlo, pero no tiene más mandato ni misión que los que él se asigna en virtud de la lógica de su investigación. Aquellos que, por una usurpación esencial, se sienten con derecho o se imponen él deber de hablar por el pueblo, es decir, en su favor, pero también en su lugar, aunque fuera, como lo he hecho yo en alguna ocasión, para denunciar el racismo, el miserabilísimo o el populismo de los que hablan del pueblo, ellos siguen hablando por si mismos; o al menos, habían aún de si mismos, en la medida en que con ello tratan, en el mejor de los casos —por ejemplo en el de Michelet—, de adormecer el sufrimiento relacionado con la ruptura social haciéndose pueblo en la imaginación.
 
(...) A través del sociólogo, como agente histórico históricamente situado, como sujeto social socialmente determinado, la historia, es decir, la sociedad en la que ésta se sobrevive a sí misma, se vuelve un momento hacia sí, reflexiona sobre sí; y a través de él todos los agentes sociales pueden saber un poco mejor lo que son, y lo que hacen. Pero ésta es justamente la tarea que menos desean confiar al sociólogo todos aquellos que tienen como cómplices al desconocimiento, la negación, el rechazo al saber, y que están dispuestos de buena fe a reconocer como científicos todas las formas de discurso que no hablán del mundo social o que hablan de el de manera tal que no lo hacen. Salvo excepciones, esta demanda negativa no necesita declararse en censuras expresas; en efecto, puesto que la ciencia rigurosa supone rupturas decisorias con las evidencias, basta con dejar que actúen las rutinas del pensamiento común o las inclinaciones del sentido común burgués para obtener las consideraciones infalsificables del ensayismo planetario o los conocimientos a medias de la ciencia oficial. Buena parte de lo que el sociólogo se esfuerza por descubrir no está oculto en el mismo sentido que lo que tratan de sacar a la luz las ciencias de la naturaleza. Muchas de las realidades o relaciones que revela no son invisibles, o lo son, al menos, solo en el sentido de que “saltan a la vista”, según el paradigma de la carta robada que tanto gusta a Lacan; me refiero, por ejemplo, a la relación estadística que vincula las prácticas a las preferencias culturales con la educación recibida. El trabajo necesario para mostrar a la luz del día la verdad, y lograr que se le reconozca una vez mostrada, se topa con los mecanismos de defensa colectivos que tienden a garantizar una verdadera denegación, en el sentido de Freud. Puesto que el rechazo a conocer una realidad traumática está en relación directa con los intereses que se defienden, se comprende la extrema violencia de las reacciones de resistencia que suscitan entre los detentadores del capital cultural los análisis que sacan a la luz las condiciones de producción y reproducción negadas de la cultura; a gente entrenada para concebirse con el carácter de lo único y lo innato, esos análisis no les hacen descubrir más que lo común y/o adquirido. En este caso, el conocimiento de sí es efectivamente, como la afirmaba Kant, “un descenso a los Infiernos”. Al igual que las almas que, según el mito de Er, deben beber el agua del río Ameles, portadora de olvido, antes de volver a la tierra para vivir las vidas que ellas han elegido, los hombres de cultura deben sus goces más puros solo a la amnesia de la génesis que les permite vivir su cultura como un don de la naturaleza. Siguiendo esta lógica que el psicoanálisis conoce bien, no retrocederán ante la contradicción para defender el error vital que es su razón de ser y salvar la integridad de una identidad basada en la conciliación de los contrarios: recurriendo a una forma del paralogismo del caldero tal como lo describe Freud, podrán así reprochar a la objetivación científica a la vez su absurdo y su evidencia, por ende, su trivialidad, su vulgaridad. 

(...) No hay duda de que no existe una demanda social propiamente dicha de un saber total sobre el mundo social; y solo la autonomía relativa del campo de producción científico y los intereses específicos que en él se generan pueden autorizar y favorecer la aparición de una oferta de productos científicos, es decir, por lo general, de criticas, que precede cualquier tipo de demanda. En favor del bando de la ciencia, que es más que nunca el del Aufklarung, de la desmitificación, podríamos limitarnos a invocar un texto de Descartes que Martial Gueroult solía citar: “No apruebo que uno trate de engañarse a sí mismo alimentándose de falsas imaginaciones. Por ello, al ver que es una mayor perfección conocer la verdad, aunque ésta sea en perjuicio nuestro, que ignorarla, confieso que más vale estar menos alegre y tener más conocimiento.” La sociología descubre la self-deception, la mentira dirigida a sí mismo que se mantiene y alienta colectivamente y que en todas las sociedades es la base de los valores más sagrados, y con esto, de toda la existencia social. Enseña junto con Marcel Mauss que “la sociedad se paga siempre a sí misma con la falsa moneda de su sueño”. Esto equivale a decir que esta ciencia iconoclasta de las sociedades que están llegando a la vejez puede contribuir al menos a darnos, aunque sea solo en parte, el dominio y la posesión de la naturaleza social al lograr el avance del conocimiento y la conciencia de los mecanismos que son la base de todas las formas de fetichismo; me refiero, clara está, a lo que Raymond Axon, que tanto ilustró esta enseñanza, llama la “religión secular”, ese culto de Estado que es un culto del Estado, sus fiestas civiles, sus ceremonias cívicas y sus mitos nacionales a nacionalistas, siempre dispuestos a suscitar o justificar el desprecio a la violencia racista, y que no es solo característica de los Estados totalitarios; pero también me refiero al culto del arte y de la ciencia, los que, como ídolos sustitutos, pueden contribuir a la legitimación de un orden social fundado en parte sobre una distribución inequitativa del capital cultural. En todo caso, al menos se puede esperar de la ciencia social que haga retroceder la tentación de la magia, esa hubris de la ignorancia que es ignorante de sí misma, que ha sido expulsada de la relación con el mundo natural, pero sobrevive en la relación con el mundo social. La venganza de lo real es despiadada contra la buena voluntad mal instruida o el voluntarismo utopista; y allí está el destino trágico de las empresas políticas que han pretendido pertenecer a una ciencia social presuntuosa para recordarnos que la ambición mágica de transformar al mundo social sin conocer sus fuerzas motrices puede llegar a sustituir con otra violencia, que es a veces más inhumana, la “violencia inerte” de los mecanismos que destruyó la ignorancia pretenciosa.

Bourdieu, Pierre, Sociología y cultura, México, Grijalbo, 1990. 1. CLASE INAUGURAL.

Pierre Bourdieu - Clase inaugural (3)

Nunca se impone de manera más absoluta la necesidad de repudiar la tentación regia como cuando se trata de concebir científicamente el propio mundo científico, o, de manera más general, el mundo intelectual. Si ha sido necesario revisar de arriba abajo la sociología de los intelectuales, ella se debe a que, por la importancia de los intereses que están en juego y por la magnitud de la que se ha consentido invertir, a un intelectual le es sumamente difícil evadir la lógica de la lucha en la que cada cual se apresura a convertirse en sociólogo —en el sentido más brutalmente sociologista— de sus adversarios, al tiempo que se convierte en su propio ideólogo, según la ley de las cegueras y lucideces cruzadas que regula todas las luchas sociales por la verdad. Sin embargo, solo si aprehende el juego como tal, con las apuestas, las reglas o las regularidades que le son propios, las inversiones especificas que se generan y los intereses que se satisfacen en él, logrará simultáneamente, por un lado, zafarse de él por y para la distancia constitutiva de la representación teórica, y, por otro descubrir que está involucrado en él, en un lugar determinado, con apuestas e inversiones determinadas y determinantes. Cualesquiera que sean sus pretensiones científicas, la objetivación está destinada a ser siempre parcial, por ende, falsa, mientras ignore o se niegue a ver el punto de vista a partir del cual se enuncia, es decir, el juego en conjunto. El construir el juego como tal, es decir, como un espacio de posiciones objetivas que es causa, entre otras cosas, de la visión que pueden tener los ocupantes de cada posición sobre las demás posiciones y sus ocupantes, es obtener el medio de objetivar científicamente el conjunto de las objetivaciones más o menos brutamente reduccionistas a las que se entregan los agentes metidos en la lucha, y de percibirlas como la que son, como estrategias simbólicas dirigidas a imponer la verdad parcial de un grupo como la verdad de las relaciones objetivas entre los grupos. Es descubrir, por añadidura, que, al dejar en el olvido el propio juega que los constituye como competidores, los adversarios cómplices se ponen de acuerdo para que quede enmascarado lo esencial, es decir, los intereses vinculados con el hecho de participar en el juego y la colusión objetiva que de ella resulta. 

(...) Con todo, cada nuevo logro de la sociología de la ciencia tiende a reforzar la ciencia sociológica al incrementar el conocimiento de las determinantes sociales del pensamiento sociológico, y, por ende, la eficacia de la critica que cada cual puede oponer a los efectos de esas determinantes sobre su propia práctica y la de sus competidores. La ciencia se refuerza cada vez que se refuerza la critica científica, es decir, de manera inseparable, la calidad científica de las armas disponibles y, para poder triunfar científicamente, la necesidad de utilizar las armas de la ciencia y solo éstas. En afecto, el campo científico es un campo de luchas como cualquier otro, pero en él las disposiciones criticas que suscita la competencia solo pueden verse satisfechas cuando logran movilizar los recursos científicos acumulados; cuanto más avanzada está una ciencia, y tiene pues un logro colectivo importante, mayor es el capital científico que supone la participación en la lucha científica. La consecuencia es que las revoluciones científicas no son producto de los más desprovistos sino de los más ricos en ciencia. (...) si hay una verdad, ésta es que la verdad es un objeto de lucha; pero esta lucha solo puede conducir a la verdad cuando obedece a una lógica tal que la única forma de vencer al adversario sea empleando contra él las armas de la ciencia y cooperando así al progreso de la verdad científica.

Esta lógica también es válida para la sociología: bastaría con que se pudiera exigir prácticamente que todos los participantes y aspirantes dominaran los conocimientos —que son ya inmensos— obtenidos dentro de esta disciplina para que desaparecieran del universo ciertas prácticas que descalifican a la profesión. Pero en el mundo social, ¿a quién le interesa que exista una ciencia autónoma del mundo social? En todo caso, no será a los que son científicamente más pobres: como estructuralmente tienen tendencia a buscar en la alianza con las potencias externas, cualesquiera que sean, un apoyo o una venganza en contra de las presiones y los controles surgidos de la competencia interna, siempre pueden encontrar en la denuncia política un sustituto fácil de la critica científica. Tampoco será a los detentadores de un poder temporal o espiritual, que no pueden más que ver en una ciencia social realmente autónoma la competencia más temible; sobre todo, quizá, cuando renuncia a la ambición de legislar, por la que llega la heteronomia, y reivindica una autoridad negativa, critica, es decir, critica de sí misma y, como implicación, de todos los abusos de ciencia y de todos los abusos de poder que se cometen en nombre de la ciencia.

Se comprende que la existencia de la sociología como disciplina científica se vea siempre amenazada. La vulnerabilidad estructural que provoca la posibilidad de hacer trampa con los imperativos científicos a través del juego de la politización hace que tenga tanto que temer de los poderes que esperan demasiado de ella como de los que desean su desaparición. Las demandas sociales vienen siempre acompañadas de presiones, conminaciones o seducciones, y el mayor bien que se le pueda hacer a la sociología es quizá el de no pedirle nada. Paul Veyne observaba que “se reconoce de lejos a los grandes expertos en la antigüedad por ciertas páginas que no escriben”. ¿Qué decir de los sociólogos que se ven constantemente incitados a rebasar los limites de su ciencia? No es tan fácil renunciar a las gratificaciones inmediatas del profetismo cotidiano, sobre todo considerando que el silencio, por definición, está destinado a pasar inadvertido y deja el campo libre a la inanidad sonora de la falsa ciencia. Así, por no repudiar las ambiciones de la filosofía social y la seducción del ensayismo, que está en todo y para todo tiene respuesta, hay quien se puede pasar toda la vida situándose en terrenos donde la ciencia en su estado actual está derrotada de antemano. Otros, por el contrario, encuentran en estos excesos una excusa para justificar la abdicación que implica a menudo la prudencia irreprochable de la minucia ideográfica.

Bourdieu, Pierre, Sociología y cultura, México, Grijalbo, 1990. 1. CLASE INAUGURAL.

martes, 12 de marzo de 2013

Pierre Bourdieu - Clase inaugural (2)

Así pues, descubrir que se está inevitablemente comprometido en la lucha por la construcción y la imposición de la taxonomía legitima viene a ser lo mismo que adoptar como objeto, pasando al segundo grado, la ciencia de esta lucha, es decir, el conocimiento del funcionamiento y las funciones de las instituciones que se encuentran comprometidas en ella, como lo son el sistema escolar a los grandes organismos oficiales de censo y de estadística social. El concebir como tal el espacio de la lucha de las clasificaciones —y la posición del sociólogo dentro de este espacio o en relación con él— de ninguna manera lleva a aniquilar a la ciencia en el relativismo. No hay duda de que el sociólogo ha dejado de ser el árbitro imparcial o el espectador divino, único capaz de determinar dónde se encuentra la verdad —a, expresándose como el sentido común, que tiene razón—, este equivale a identificar la objetividad con una distribución ostensiblemente equitativa de las culpas y las razones. Ahora es aquel que trata de decir la verdad de las luchas que tienen como objeto —entre otras cosas— la verdad. Por ejemplo, en lugar de zanjar la discusión entre los que afirman y los que niegan la existencia de una clase, de una región a de una nación, se concentra en establecer la lógica especifica de esa lucha y en determinar, por medio de un análisis de la relación de fuerzas y de los mecanismos de su transformación, cuáles son las posibilidades de los diferentes bandos. A él le corresponde construir el modelo verdadero de las luchas por la imposición de la representación verdadera de la realidad que contribuyen a crear la realidad tal y como se presenta en el momento de ser registrada. Así procede Georges Duby cuando, en lugar de aceptarlo como una herramienta indiscutida del historiador, toma como objeto de análisis histórico el esquema de las tres ordenes, es decir, el sistema de clasificación a través del cual la ciencia histórica acostumbra concebir la sociedad feudal; para descubrir que este principio de división, que es a la vez el objeto y el producto de las luchas entre los grupos que aspiran al monopolio del poder de constitución, obispos y caballeros, contribuyó a producir la propia realidad que permite pensar. De la misma forma, la observación que en un momento determinado establece el sociólogo respecto de las propiedades u opiniones de las diversas clases sociales, y los propios criterios de clasificación que deben utilizar para esta observación, son también producto de toda la historia de las luchas simbólicas que han tenido como objeto la existencia y la definición de las clases y han contribuido así, de manera muy real, a hacer las clases: en gran parte, el resultado presente de esas luchas pasadas depende del efecto de teoría ejercido por las sociologías del pasado, en especial por las que contribuyeron a hacer la clase obrera, y con ella las demás clases, al contribuir a que ella creyera, a que se creyera, que existe como proletariado revolucionario. A medida que progresa la ciencia social, y que progresa su divulgación, los sociólogos se encontrarán cada vez más, realizada en su objeto, con la ciencia social del pasado.

Pero basta con pensar en el papel que asignan las luchas políticas a la previsión, o a la simple observación, para comprender que hasta el sociólogo que con mayor rigor se limita a describir será sospechoso de prescribir o proscribir. En la vida diaria, prácticamente solo se habla de lo que es para decir, por añadidura, que es o no conforme a la naturaleza de las cosas, normal o anormal, bendito o maldito. Los nombres son provistos de adjetivos tácitos, los verbos de adverbios silenciosos que tienden a consagrar o condenar, a instituir como digno de existir y persistir en el ser o, por el contrario, de destituir, degradar o desacreditar. Así pues, no resulta fácil desprender el discurso de la lógica del proceso en el cual quieren hacerlo funcionar, aunque no fuera más que para otorgarse la libertad de condenarlo. Así, la descripción científica de la relación que guardan los más desposeídos de cultura con la alta cultura se comprenderá muy probablemente como una forma hipócrita de condenar al pueblo a la ignorancia o, por el contrario, como una forma disimulada de rehabilitar o celebrar la incultura y demoler los valores de la cultura. ¿Y qué decir de los casos en que el esfuerzo para explicary en eso consiste siempre el trabajo de la cienciapuede aparecer como una forma de justificar, o incluso de disculpar? Ante la servidumbre de la cadena de montaje o la miseria de las ciudades perdidas, sin hablar de la tortura o la violencia de los campos de concentración, el “así son las cosas” que podemos pronunciar junto con Hegel ante las montañas reviste el valor de una complicidad criminal. Pues cuando se trata del mundo social, no hay nada menos neutro que el enunciar el ser con autoridad, es decir, con el poder de hacer ver y hacer creer que confiere la capacidad reconocida de prever; las observaciones de la ciencia ejercen inevitablemente una politica eficaz, que puede no ser la que quisiera ejercer el científico.

Sin embargo, aquellos que deploran el pesimismo desalentador o los efectos desmovilizadores del análisis sociológico cuando éste formula, por ejemplo, las leyes de la reproducción social tienen tan poco fundamento como aquellos que reprocharan a Galileo él haber desalentado el sueño de volar al construir la ley de la caída de los cuerpos. El enunciar una ley social como la que establece que el capital cultural va al capital cultural equivale a presentar la posibilidad de introducir entre las circunstancias que han contribuido al efecto que la ley prevé —en este caso particular la eliminación escolar de los niños más desprovistos de capital cultural— los “elementos modificadores” de los que hablaba Augusto Comte; éstos, por débiles que sean por sí mismos, pueden bastar para transformar en el sentido que deseamos el resultado de los mecanismos. Por el hecho mismo de que, tanto en este campo como en otros, el conocimiento de los mecanismos permite determinar las condiciones y los medios de una acción dirigida a dominarlos, en todos los casos se justifica el rechazo del sociologismo que trata lo probable como un destino; y allí están los movimientos de emancipación para probar que cierta dosis de utopismo, esa negación mágica de lo real que se consideraría en otros casos como neurótica, puede incluso ayudar a crear las condiciones políticas de una negación práctica de La observación realista. Pero, sobre todo, el conocimiento por si solo ejerce un efectoque me parece liberadorcada vez que una parte de la eficacia de los mecanismos cuyas leyes de funcionamiento estable dependen del desconocimiento, es decir, cada vez que se enfrenta a los fundamentos de la violencia simbólica. En efecto, esta forma particular de violencia solo puede ejercerse contra sujetos cognoscentes cuyos actos de conocimiento, empero, por ser parciales y mistificados, encierran el reconocimiento tácito de la dominación que está implicado en el desconocimiento de las bases reales de la dominación. Se explica el hecho de que constantemente se niegue a la sociología la categoría de ciencia, sobre todo entre aquellos que requieren de las tinieblas del desconocimiento para ejercer su comercio simbólico.

Bourdieu, Pierre, Sociología y cultura, México, Grijalbo, 1990. 1. CLASE INAUGURAL.

Pierre Bourdieu - Clase inaugural

Debería ser posible impartir una clase, aunque fuera inaugural, sin tener que preguntarse con que derecho: la institución existe precisamente para apartar esta interrogante, así como la angustia relacionada con la arbitrariedad que se hace presente en los comienzos. Como rito de admisión y de investidura, la clase inaugural, inceptio, realiza de manera simbólica ese acto de delegación al término del cual el nuevo maestro queda autorizado para hablar con autoridad, un acto que instituye su palabra como discurso legitimo, pronunciado por quien tiene derecho a hacerlo. La eficacia propiamente mágica del ritual descansa en el intercambio silencioso e invisible que se lleva a cabo entre el recién llegado, quien ofrece públicamente su palabra, y los científicos reunidos, quienes atestiguan a través de su presencia como cuerpo que, al ser así recibida por los maestros más eminentes, esta palabra puede recibirse de manera universal, es decir, se convierte, en el sentido más fuerte, en magistral. Pero más vale no llevar demasiado lejos el juego de la clase inaugural sobre la clase inaugural: la sociología, que es la ciencia de la institución y de la relación, afortunada o no, con la institución, supone y produce una distancia infranqueable y en ocasiones insoportable, no solo para la institución; nos arrebata de ese estado de inocencia que permite cumplir de manera afortunada con las expectativas de la institución.

Ya sea parábola o paradigma, la lección sobre la lección, un discurso que reflexiona sobre sí mismo en el acto del discurso, tiene al menos la virtud de recordar una de las propiedades más fundamentales de la sociología tal como yo la concibo: todas las proposiciones que enuncia esta ciencia pueden y deben aplicarse al sujeto que hace la ciencia. Cuando no es capaz de introducir esta distancia objetivadora, por ende critica, el sociólogo da la razón a los que ven en él una especie de inquisidor terrorista, disponible para cualquier acción policíaca simbólica. No se ingresa en la sociología sin desgarrar las adherencias y adhesiones que nos atan por lo general a ciertos grupos, sin abjurar creencias que son constitutivas de la pertenencia y renegar de todo vinculo de afiliación o filiación. Así, el sociólogo surgido de lo que se suele llamar el pueblo y que ha llegado a lo que se llama la élite solo puede alcanzar la lucidez especial asociada con el extrañamiento social denunciando la representación populista del pueblo que no engaña más que a sus autores, y la representación elitista de las elites, hecha precisamente para engañar tanto a los que pertenecen a ellas como a los que están excluidos.

Al considerar la inserción social del científico como un obstáculo insuperable para la construcción de una sociología científica, se olvida que el sociólogo encuentra armas en contra de los determinismos sociales en la propia ciencia que los saca a la luz, es decir, en su conciencia. La sociología de la sociología, que permite movilizar en contra de la ciencia que se está haciendo los logros de la ciencia que está ya hecha, es un instrumento indispensable del método sociológico: uno hace ciencia —y en especial sociología— tanto en contra de su preparación como con su preparación. Y solo la historia puede librarnos de la historia. Así, con la condición de concebirse también como una ciencia del inconsciente, dentro de la gran tradición de epistemología histórica ilustrada por Georges Canguilhem y Michel Foucault, la historia social de la ciencia social es uno de los medios más poderosos para librarse de la historia, es decir, del dominio de un pasado incorporado que se sobrevive a sí mismo en el presente, o de un presente que, como el de las modas intelectuales, ya es pasado en el memento de su aparición. La sociología del sistema de enseñanza y del mundo intelectual me parece primordial justamente porque contribuye al conocimiento del sujeto de conocimiento, al introducir, de manera más directa que todos los análisis reflexivos, en las categorías de pensamiento impensadas que delimitan lo pensable y predeterminan lo pensado: basta con evocar el universo de supuestos, de censuras y lagunas que toda educación exitosa logra que uno acepte o ignore, trazando así el circulo mágico de la suficiencia desposeída en el cual las escuelas de elite encierran a sus elegidos.

(...) Y para medir lo que nos separa de la sociología clásica, (...) Quizá porque al propio Durkheim, quien recomendaba que la gestión de los asuntos públicos se pusiera en manes de los científicos, le costaba trabajo tomar, en relación con su posición social de maestro de pensamiento, la distancia social necesaria para pensarla como tal. De la misma forma, solo una historia social del movimiento obrero y de sus relaciones con sus teóricos internos y externos podría comprender por qué aquellos que hacen profesión de marxismo nunca han sometido realmente el pensamiento de Marx, y sobre todo los uses sociales que se le dan, a la prueba de la sociología del conocimiento, cuyo iniciador fue Marx; sin embargo, sin llegar a creer que la critica histórica y sociología logre jamás desalentar la utilización teológica o terrorista de los escritos canónicos, podríamos al menos esperar de ella que decida a los más lúcidos y resueltos a interrumpir el sueño dogmático para poner en acción, es decir, a prueba, en una práctica científica, teorías y conceptos a los que la magia de una exégesis siempre recomenzada garantiza la falsa eternidad de los mausoleos.

Aunque no hay duda de que esta interrogación critica algo debe a las transformaciones de la institución escolar que autorizaba la certitudo sui magistral del pasado, no debe comprenderse como una concesión al espíritu anti-institucional que flota en el ambiente actual. Se impone, en efecto, como la única forma de evitar ese principio sistemático de error que es la tentación de la visión soberana. Cuando se arroga el derecho, que hay quien le reconoce, de determinar los limites entre las clases, las regiones o las naciones, de determinar con la autoridad de la ciencia si existen o no las clases sociales, y hasta qué punto tal o cual clase social —proletariado, campesinado o pequeña burguesía—, tal o cual unidad geográfica —Bretaña, Córcega u Occitania—, es una realidad o una ficción, el sociólogo asume o usurpa las funciones del rex arcaico, investido, según Benveniste, del poder de regere fines y de regere sacra, de determinar las fronteras, los limites, es decir, lo sagrado. El latín, que invoco también en homenaje a Pierre Courcelle, posee otra palabra, que es menos prestigiosa y más próxima a las realidades de hoy, la de censor, para designar al poseedor estatutario de ese poder de constitución que pertenece al decir autorizado, capaz de hacer que existan en las conciencias y en las cosas las divisiones del mundo social: el censor, como responsable de una operación técnica —census, censo— que consiste en clasificar a los ciudadanos según su fortuna, es el sujeto de un juicio que se parece más al de un juez que al de un científico; éste consiste, en efecto —y cito a Georges Dumézil —, en “situar (a un hombre, un acto o una opinión, etcétera) en el lugar jerárquico que le corresponde, con todas las consecuencias prácticas de esta situación, y ello mediante una justa estimación pública”.

Para romper con esa ambición, que es propia de las mitologías, de fundamentar las divisiones arbitrarias del orden social, y ante todo la división del trabajo, y dar así una solución lógica al problema de la clasificación de los hombres, la sociología debe tomar como objeto, en lugar de caer en ella, la lucha por el monopolio de la representación legitima del mundo social, esa lucha de las clasificaciones que es una de las dimensiones de cualquier tipo de lucha de clases, bien sea de clases definidas por la edad, el sexo o las clases sociales. (...) En pocas palabras, con gran desesperación del filosofo-rey que al asignarles una esencia quiso obligarlos a ser y hacer lo que por definición les incumbe, los clasificados, los mal clasificados pueden rechazar el principio de clasificación que les impone el peor lugar. De hecho, como la demuestra la historia, ha sido casi siempre bajo la dirección de aspirantes al monopolio del poder para juzgar y clasificar, a menudo seres mal clasificados, al menos en ciertos aspectos, como los dominados han podido escapar a la atadura de la clasificación legitima y transformar su visión del mundo al liberarse de esos limites incorporados que son las categorías sociales de percepción del mundo social.

Bourdieu, Pierre, Sociología y cultura, México, Grijalbo, 1990. 1. CLASE INAUGURAL.

sábado, 9 de marzo de 2013

Recordar a Marx por sus olvidos (2)

La dificultad final que queremos tratar es que su concepción reproductivista del consenso no deja espacio para entender la especificidad de los movimientos de resistencia y transformación. De hecho, casi nunca los analiza. Observemos cómo lo hace en dos de las pocas ocasiones en que se refiere a ellos. A quienes están en la oposición, dijo en una conferencia a estudiantes, a quienes “se consideran al margen, fuera del espacio social”, hay que recordarles “que están situados en el mundo social, como todo el mundo”. El cuestionamiento de la sociedad, según Bourdieu, nunca se hace desde fuera, porque las estructuras contra las que se lucha las llevan dentro quienes luchan debido a que participan en la misma sociedad. El combate político es simultáneamente por y contra un capital institucionalizado en las organizaciones sociales, objetivado bajo la forma de bienes culturales e incorporado en el habitus de los sujetos. Es ilusorio pretender cambiar solo una de estas estructuras o esperar que la fuerza coyuntural de un movimiento remplace mágicamente, como a veces se sustituye un gobierno por otro, la lógica profunda de la estructura social

La otra respuesta la encontramos en el sorprendente capitulo final de Homo Academicus. Por primera vez Bourdieu concluye un libro analizando una crisis social: la de mayo del 68. No es éste el lugar para ocuparnos extensamente de su interpretación; nos interesa la metodología que aplica y los resultados que obtiene. Relaciona los acontecimientos que conmocionaron a Francia en aquellas semanas con las condiciones estructurales del mundo académico, examinadas en los capítulos precedentes: crecimiento acelerado de la población estudiantil, devaluación correlativa de la enseñanza y de los diplomas, cambios morfológicos y sociales del público escolar. La crisis, explica, tuvo su intensidad mayor en los lugares y categorías sociales donde se agudizaba el desajuste entre las aspiraciones y las oportunidades. Al correlacionar la extracción social de los movimientos y de los lideres con las facultades y disciplinas, encuentra que una de las bases de esos movimientos fue “la afinidad estructural entre los estudiantes y los docentes subalternos de las disciplinas nuevas”. Pero la crisis tuvo la amplitud conocida porque no fue solo una crisis del campo universitario, sino “sincronizada” con las de otros campos sociales. Esta convergencia de crisis regionales, y su “aceleración” reciproca, es lo que genera el “acontecimiento histórico”. Si bien la polinización violenta que la coyuntura critica produce crea la ilusión de una interdependencia fuerte entre todos los campos, que puede llevar a confundirlos, Bourdieu afirma que es el hecho de “la independencia en la dependencia lo que hace posible el acontecimiento histórico”.

Según su interpretación de “las sociedades sin historia”, la falta de diferenciación interna no deja lugar para el acontecimiento propiamente histórico, “que nace en el cruce de historias relativamente autónomas”. En Las sociedades modernas, el acontecimiento ocurre gracias a la “orquestación objetiva entre los agentes del campo que llego al estado critico y otros agentes, dotadas de disposiciones semejantes, porque están producidas por condiciones sociales de existencia semejantes (identidad de condición)”. Sectores sociales con condiciones muy diferentes y provistos, por tanto, de habitus diversos, pero que ocupan posiciones estructuralmente homologas a la de quienes están en crisis, se reconocen teniendo intereses y reivindicaciones semejantes. Pero la cuota de ilusión que hay en esta identificación es una de las causas de la fragilidad, la corta duración, de movimientos como el del 68. Al fin de cuentas, sostiene, “la toma de conciencia como fundamento de la reunión voluntaria de un grupo en torno de intereses comunes conscientemente aprehendidos o, si se prefiere, como coincidencia inmediata de las conciencias individuales del conjunto de los miembros de la clase teórica con las leyes inmanentes de la historia que las constituyen como grupo [...] oculta el trabajo de construcción del grupo y de la visión colectiva del mundo que se realiza en la construcción de instituciones comunes”.
¿Cuál es, entonces, el valor de estos acontecimientos? El efecto “más importante y durable de la crisis” es 
la revolución simbólica como transformación profunda de los modos de pensamiento y de vida y, más precisamente, de toda la dimensión simbólica de la existencia cotidiana [...] transforma la mirada que los agentes dirigen habitualmente a la dimensión simbólica de las relaciones sociales, y notablemente las jerarquías, haciendo resurgir la dimensión politica, altamente reprimida, de las prácticas simbólicas más ordinarias: las formulas de cortesía, los gestos que marcan las jerarquías usuales entre los rangos sociales, las edades a los sexos, los hábitos cosméticos y de vestimenta.
Si esta evaluación es discutible respecto de mayo del 68, resulta aún más inadecuada al vincularla con acontecimientos que no se desvanecieron en poco tiempo, sino que, como tantas revoluciones modernas —empezando por la francesa—, produjeron cambios estructurales más allá de la vida cotidiana y el pensamiento simbólico. Uno se pregunta con Nicholas Garnhan y Raymond Williams, si concentrarse en el conocimiento sociológico de los mecanismos a través de los cuales la sociedad se reproduce no lleva a un “pesimismo relativista” y a un “funcionalismo determinista” o, como le preguntaron a Bourdieu en una universidad francesa, “a desalentar toda acción politica de transformación”.
La acción politica verdadera —respondió— consiste en servirse del conocimiento de lo probable para reforzar las oportunidades de lo posible. Se opone al utopismo que, semejante en esto a la magia, pretende actuar sobre el mundo mediante el discurso preformativo. Lo propio de la acción politica es expresar y explotar a menudo más inconsciente que conscientemente, las potencialidades inscritas en el mundo social, en sus contradicciones o sus tendencias inmanentes.
Se trata de un objetivo ubicable más en una estrategia de reforma que de “revolución en el sentido clásico”, dicen Garnhan y Williams. Es verdad: una sociología que no analiza el Estado, los partidos, ni ha tornado como objeto de estudio ningún proceso de transformación politica no pretende contribuir a repensar la revolución. Pero acaso, ¿no servirá esta conciencia más diversificada y densa de las condiciones socio-culturales del cambio para lograr que las transformaciones abarquen la totalidad —objetiva y subjetiva— de las relaciones sociales, para que los procesos que comienzan como revoluciones no acaben convirtiéndose en reformas?

Néstor Garcia Canclini en: 

Bourdieu, Pierre, Sociología y cultura, México, Grijalbo, 1990. INTRODUCCIÓN: LA SOCIOLOGÍA DE LA CULTURA

Recordar a Marx por sus olvidos

Podemos afirmar que hay tres sentidos en los que también Bourdieu prolonga el trabajo del marxismo. Si suponemos que el método marxista consiste en explicar lo social a partir de bases materiales y tomando como eje la lucha de clases, hay que reconocer que libros como La reproducción y La distinción la hacen al descubrir las funciones básicas de las instituciones, las que se disfrazan bajo sus tareas aparentes. La escuela parece tener por objetivo enseñar, transmitir el saber; el museo simula abrir sus puertas cada día para que todo el mundo conozca y goce el arte; los bienes, en fin, están ahí para satisfacer nuestras necesidades. Al situar a estas instituciones y los bienes que ofrecen dentro de los procesos sociales, revela que las funciones exhibidas están subordinadas a otras: la escuela es la instancia clave para reproducir la calificación y las jerarquías, el museo selecciona y consagra los modos legítimos de producción y valoración estética, los bienes existen y circulan para que el capital se reproduzca y las clases se diferencien. Con este trabajo de develamiento en las más diversas zonas de la vida social, en prácticas aparentemente inesenciales, Bourdieu confiere al análisis marxista una coherencia más exhaustiva: porque al descuidar el consumo y los procedimientos simbólicos de reproducción social el marxismo acepto el ocultamiento con que el capitalismo disimula la función indispensable de esas áreas. Cuando la sociología de la cultura muestra cómo se complementan la desigualdad económica y la cultural, la explotación material y la legitimación simbólica, lleva el desenmascaramiento iniciado por Marx a nuevas consecuencias.

Un segundo aspecto en el que Bourdieu profundiza el trabajo marxista es investigando las modalidades concretas de la determinación, la autonomía relativa, la pluralidad e interdependencia de funciones. La escuela cumple las funciones que le asigna la reproducción económica (calificar la fuerza de trabajo para incorporarla al mercado laboral), las que requiere la socialización o endoculturación (transmitir la cultura de una generación a otra), las necesarias para interiorizar en los sujetos aquellos hábitos que los distingan de las otras clases. Pero también realiza las funciones que derivan de la estructura interna del campo educativo. Por eso, la escuela, que sirve a tan diversas demandas sociales, no es el reflejo de ellas. Tampoco es un simple instrumento de las clases dominantes. Se va constituyendo y cambiando según como se desenvuelve la lucha de clases, y también los enfrentamientos entre grupos internos que, al disputarse el capital escolar, van configurando relaciones de fuerza y opciones de desarrollo. A diferencia del determinismo uni-funcional, que reduce la complejidad de cada sistema a su dependencia lineal con la estructura de la sociedad, se pregunta cómo se organiza cada campo por la acción de las clases sociales y por el modo en que el juego interno del campo reinterpreta esas fuerzas externas en interacción con las propias.

En esta perspectiva, el papel de los sujetos adquiere también un peso muy distinto que el que tiene en el marxismo mecanicista o estructuralista. Dos conceptos son claves para marcar esta diferencia: el de campo y el de habitus. Bourdieu habla de campos y rechaza la expresión “aparatos ideológicos” para no incurrir en ese funcionalismo que concibe la escuela, la iglesia, los partidos como “máquinas infernales” que obligarían a los individuos a comportamientos programados. Si tomamos en serio las replicas de las clases populares, esos espacios institucionales aparecen como campos de fuerzas enfrentadas. “Un campo se vuelve un aparato cuando los dominantes tienen los medios para anular la resistencia y las reacciones de los dominados.” “Los aparatos son, por lo tanto, un estado de los campos que se puede considerar patología.” En cuanto al habitus, como vimos, recoge la interacción entre la historia social y la del individuo. La historia de cada hombre puede ser leída como una especificación de la historia colectiva de su grupo o su clase y como la historia de la participación en las luchas del campo. El significado de los comportamientos personales surge complejamente de esa lucha, no fluye en forma directa de la condición de clase. Al analizar en la dinámica del habitus cómo y por qué las estructuras de la sociedad se interiorizan, reproducen y reelaboran en los sujetos, pueden superarse las oscilaciones entre el objetivismo y el espontaneísmo.

Ya señalamos que los análisis de Bourdieu hablan, por una parte, de un mercado simbólico altamente unificado, con un sistema de clases integrado en forma compacta en una sociedad nacional, bajo la hegemonía burguesa. Dentro de ese mercado simbólico, el campo establecido por las elites con una fuerte autonomía opera como criterio de legitimación, o al menos como referencia de autoridad, para el conjunto de la vida cultural. Ambas características corresponden al universo artístico-literario francés de los dos últimos siglos. El modelo es pertinente, por extensión, para sociedades secularizadas en las que exista una avanzada división técnica y social del trabajo, la organización liberal de las instituciones y su separación en campos autónomos. A ese espacio habría que restringir la discusión epistemológica de su pertinencia. Pero si además nos interesa aplicarlo en las sociedades latinoamericanas, Caben —sin que esto signifique una objeción aL modelo, ya que no fue pensado para estas sociedades— algunas reinterpretaciones, como la citada de Sergio Miceli y las que hicieron Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo. En los países latinoamericanos, las relaciones económicas y políticas no han permitido la formación de un amplio mercado cultural de elite como en Europa ni la misma especialización de la producción intelectual ni instituciones artísticas y literarias con suficiente autonomía respecto de otras instancias de poder. Además de la subordinación a las estructuras económicas y políticas de la propia sociedad, el campo cultural sufre en estas naciones la dependencia de las metrópolis. Bajo esta múltiple determinación heterónoma de lo legítimo y lo valioso, el campo cultural se presenta con otro régimen de autonomía, dependencias y mediaciones.

Quizá uno de los méritos claves de Bourdieu sea recordar a Marx por sus olvidos, prolongar el método de El capital en zonas de la sociedad europea que ese libro omitió. Al mismo tiempo que adopta para esta empresa los aportes de Durkheim, Weber, el estructuralismo y el interaccionismo simbólico, los trasciende en tanto mantiene firme la critica de Marx a todo idealismo, se niega a aislar la cultura en el estudio inmanente de sus obras a reducirla a un capitulo de la sociología del conocimiento. En la línea de Weber y Gramsci, Bourdieu persigue una explicación simultáneamente económica y simbólica de los procesos sociales. Por eso coloca en el centro de la teoría sociológica la problemática del consenso, es decir, la pregunta por la articulación entre las desigualdades materiales y culturales, entre la desigualdad y el poder.


Néstor Garcia Canclini en: 

Bourdieu, Pierre, Sociología y cultura, México, Grijalbo, 1990. INTRODUCCIÓN: LA SOCIOLOGÍA DE LA CULTURA

domingo, 3 de marzo de 2013

La teoría sociológica de los símbolos (2)

En varios textos, pero sobre todo en su libro Homo Academicus, Bourdieu examina estos procedimientos, la confrontación entre diversas posiciones dentro del campo científico y sus efectos en las obras, los temas y los estilos. ¿Cuánto del desarrollo de una disciplina depende, además de las obvias exigencias epistemológicas y científicas, de las condiciones sociales en que se produce el conocimiento y de las que nunca se habla: las relaciones de solidaridad y complicidad entre los miembros de un claustro a una institución, entre quienes pertenecen al comité de redacción de una revista o a los mismos jurados de tesis? ¿Cuánto depende de las relaciones de subordinación entre alumnos y maestros, entre profesores asistentes y titulares? La lógica que rige esos intercambios sociales entre los miembros de cada campo intelectual, el sistema de tradiciones, rituales, compromisos sindicales y otras obligaciones no científicas “en las que hay que participar”, es el “fundamento de una forma de autoridad interna relativamente independiente de la autoridad propiamente científica”.

Sin embargo, la autonomía de los campos culturales nunca es total. Existe una homología entre cada campo cultural y “el campo de la lucha de clases”. Gracias a esta correspondencia, el campo cultural logra que sean aceptados como naturales sus sistemas clasificatorios, que sus construcciones intelectuales parezcan apropiadas a las estructuras sociales. La acción ideológica de la cultura se cumple entonces mediante la imposición de taxonomías políticas que se disfrazan, o se eufemizan, baja el aspecto de axiomáticas propias de cada campo (religiosas, filosóficas, artísticas, etcétera). En el poder simbólico se transfiguran las relaciones básicas de poder para legitimarse.

Bourdieu no concibe estas taxonomías únicamente como sistemas intelectuales de clasificación sino arraigadas en el habitus, en comportamientos concretos.

Como parte de su deficiente tratamiento de las estructuras institucionales, hay que decir que no sitúa el poder simbólico en relación con el Estado. La ausencia del papel del Estado va junto con la sobrestimación del aspecto simbólico de la violencia y el desinterés por la coerción directa como recurso de los dominadores. Por más importante que sea la cultura para hacer pasible, legitimar y disimular la opresión social, una teoría del poder simbólico debe incluir sus relaciones con lo no simbólico, con las estructuras —económicas y políticas— en que también se asienta la dominación. Uno de los méritos de Bourdieu es revelar cuánto hay de político en la cultura, que toda la cultura es politica; pero para no incurrir en reduccionismos, para construir adecuadamente el objeto de estudio, es tan necesario diferenciar los modos en que lo artístico, lo científico o lo religioso se constituyen en político como reconocer los lugares en que lo político tiene sus maneras especificas de manifestarse.

Finalmente, el carácter formalista de su planteo es patente cuando describe la posible solución. “La destrucción de este poder de imposición simbólica fundado sobre el desconocimiento supone la toma de conciencia de lo arbitrario, es decir el develamiento de la verdad objetiva y la aniquilación de la creencia: es en la medida en que el discurso heterodoxo destruye las falsas evidencias de la ortodoxia, restauración ficticia de la doxia, y así neutraliza el poder de desmovilización, que contiene un poder simbólico de movilización y subversión, poder de actualizar el poder potencial de las clases dominadas.”

Para nosotros (Canclini), la opresión no se supera solo tomando conciencia de su arbitrariedad, porque ninguna opresión es enteramente arbitraria ni todas lo son del mismo modo. La dominación burguesa, por ejemplo, es “arbitraria” en el sentido de que no está en la naturaleza de la sociedad, de que es un orden constituido, pero no podemos considerarla arbitraria si la vemos como consecuencia de un desenvolvimiento particular de las fuerzas productivas y las relaciones socioculturales. Por la tanto, la superación de la cultura y la sociedad burguesa requieren la transformación de esas fuerzas y esas relaciones, no apenas tomar conciencia de su carácter arbitrario.

Néstor Garcia Canclini en: 

Bourdieu, Pierre, Sociología y cultura, México, Grijalbo, 1990. INTRODUCCIÓN: LA SOCIOLOGÍA DE LA CULTURA

La teoría sociológica de los símbolos

En los años recientes, la obra de Bourdieu ha desplazado su eje: los primeros estudios sobre reproducción social, los posteriores acerca de la diferenciación entre las clases, desembocan en una teoría del poder simbólico.

Se ha estudiado los sistemas simbólicos como “estructuras estructurantes”, como instrumentos de conocimiento y construcción de lo real. El origen de esta tendencia está en la tradición neokantiana (Humboldt, Cassirer) y se prolonga en el culturalismo norteamericano (Sapir y Whorl), pero culmino en Durkheim, según Bourdieu, en tanto para él las formas de clasificación dejan de ser formas universales, trascendentales, para convertirse en “formas sociales, es decir arbitrarias [relativas a un grupo particular] y socialmente determinadas”.

...propone Bourdieu, vemos el poder simbólico como “un poder de construcción de la realidad que tiende a establecer un orden gnoseológico”. El simbolismo potencia la función de comunicación estudiada por los estructuralistas con la de “solidaridad social”, que Radcliffe-Brown basaba sobre el hecho de compartir un sistema simbólico. Precisamente por ser instrumentos de conocimiento y comunicación, los símbolos hacen posible el consenso sobre el sentido del mundo, promueven la integración social.

En el marxismo se privilegian las funciones políticas de los sistemas simbólicos en detrimento de su estructura lógica y su función gnoseológica. Hay tres funciones primordiales:

 a) La integración real de la clase dominante, asegurando la comunicación entre todos sus miembros y distinguiéndolos de las otras clases;
 b) La interpretación ficticia de la sociedad en su conjunto; 
 c) La legitimación del orden establecido por el establecimiento de distinciones y jerarquías, y por la legitimación de esas distinciones. Este efecto ideológico, señala Bourdieu, es producido por la cultura dominante al disimular la función de división bajo la de comunicación. La cultura que une al comunicar es también la que separa al dar instrumentos de diferenciación a cada clase, la que legitima esas distinciones obligando a todas las culturas (o subcultura) a definirse por su distancia respecto de la dominante.

No hay relaciones de comunicación o conocimiento que no sean, inseparablemente, relaciones de poder.

No basta decir que los sistemas simbólicos son instrumentos de dominación en tanto son estructurantes y están estructurados; hay que analizar cómo la estructura interna de esos sistemas, o sea del campo cultural, se vincula con la sociedad global. Es aquí donde se vuelve decisivo investigar el proceso de producción y apropiación de la cultura.

A diferencia del mito, producido colectivamente y colectivamente apropiado, la religión y los sistemas ideológicos modernos son determinados por el hecho de haber sido constituidos por cuerpos de especialistas. Las ideologías expresan desde su formación la división del trabajo, el privilegio de quienes las formulan y la desposesión efectuada “a los laicos de los instrumentos de producción ideológica”. Y Están, por eso, doblemente determinadas: “Deben sus características más especificas no solo a los intereses de clase o de fracciones de clase que ellas expresan”, “sino también a los intereses específicos de aquellos que las producen y a la lógica especifica del campo de producción”.

Por eso, Bourdieu ha dado importancia en su análisis del campo artístico y el campo científico tanto a la estructura estética de las opciones artísticas y a la estructura lógica de las opciones epistemológicas como a la posición que quienes realizan esas opciones tienen en el campo en que actúan. Cada toma de posición de los intelectuales se organiza a partir de la ubicación que tienen en su campo, es decir, desde el punto de vista de la conquista a la conservación del poder dentro del mismo. Las opciones intelectuales no son motivadas únicamente por el interés de aumentar el conocimiento sobre el mundo social; también dependen de la necesidad de legitimar la manera —científica, estética— de hacerlo, diferenciar el campo propio del de los competidores y reforzar la propia posición en ese campo. Al estudiar, por ejemplo, los prólogos, las reseñas criticas, los grados de participación en organismos directivos y consultivos del ámbito académico, y las formas de notoriedad intelectual (ser citado, traducido), descubre cómo se articulan los procedimientos de acumulación de capital intelectual y como condicionan la producción cultural.



Néstor Garcia Canclini en: 

Bourdieu, Pierre, Sociología y cultura, México, Grijalbo, 1990. INTRODUCCIÓN: LA SOCIOLOGÍA DE LA CULTURA

sábado, 2 de marzo de 2013

Consumo, habitus y vida cotidiana

En este análisis de los modos de producción cultural se vuelve evidente que la estructura global del mercado simbólico configura las diferencias de gustos entre las clases. Sin embargo, las determinaciones macro-sociales no engendran automáticamente los comportamientos de cada receptor. ¿Cómo podríamos reformular la articulación entre ambos términos para evitar tanto el individualismo espontaneista como los determinismos reduccionistas? Las dos principales corrientes que tratan de explicarla, la teoría clásica de la ideología y las investigaciones conductistas sobre los “efectos”, carecen de conceptos para dar cuenta de la mediación entre lo social y lo individual. El marxismo sobrestimó el polo macro-social —la estructura, la clase o los aparatos ideológicos— y casi siempre deduce de las determinaciones, sobre todo bajo la “teoría” del reflejo, lo que ocurre en la recepción. (Es la ilusión que está en la base de la concepción del partido como vanguardia.) El conductismo simplificó la articulación al pretender entenderla como un mecanismo de estimulo-respuesta, y por eso cree que las acciones ideológicas se ejercen puntualmente sobre los destinatarios y pueden generar prácticas inmediatas. (Esta ilusión está en la base de casi todas las investigaciones de mercado.) Ambas concepciones necesitan una elaboración más compleja de los procesos psico-sociales en que se configuran las representaciones y las prácticas de los sujetos.

Bourdieu trata de reconstruir en torno del concepto de habitus el proceso por el que lo social se interioriza en los individuos y logra que las estructuras objetivas concuerden con las subjetivas. Si hay una homologia entre el orden social y las practicas de los sujetos no es por la influencia puntual del poder publicitario o los mensajes políticos, sino porque esas acciones se insertan —más que en la conciencia, entendida intelectualmente— en sistemas de hábitos, constituidos en su mayoría desde la infancia. La acción ideológica más decisiva para constituir el poder simbólico no se efectúa en la lucha por las ideas, en la que puede hacerse presente a la conciencia de los sujetos, sino en esas relaciones de sentido, no conscientes, que se organizan en el habitus y solo podemos conocer a través de él. El habitus, generado por las estructuras objetivas, genera a su vez las prácticas individuales, da a la conducta esquemas básicos de percepción, pensamiento y acción. Por ser “sistemas de disposiciones durables y transponibles, estructuras predispuestas a funcionar como estructuras estructurantes”, el habitus sistematiza el conjunto de las prácticas de cada persona y cada grupo, garantiza su coherencia con el desarrollo social más que cualquier condicionamiento ejercido por campañas publicitarias o políticas. El habitus “programa” el consumo de los individuos y las clases, aquello que van a “sentir” como necesario. “La que la estadística registra baja la forma de sistema de necesidades —dice Bourdieu— no es otra cosa que la coherencia de elecciones de un habitus.”

Sin embargo, las prácticas no son memas ejecuciones del habitus producido por la educación familiar y escolar, por la interiorización de reglas sociales. En las prácticas se actualizan, se vuelven acto, las disposiciones del habitus que han encontrado condiciones propicias para ejercerse. Existe, por tanto, una interacción dialéctica entre la estructura de las disposiciones y los obstáculos y oportunidades de la situación presente. Si bien el habitus tiende a reproducir las condiciones objetivas que lo engendraron, un nuevo contexto, la apertura de posibilidades históricas diferentes, permite reorganizar las disposiciones adquiridas y producir prácticas transformadoras.

Pese a que Bourdieu reconoce esta diferencia entre habitus y prácticas, se centra más en el primero que en las segundas. Al reducir su teoría social casi exclusivamente a los procesos de reproducción, no distingue entre las prácticas (como ejecución o reinterpretación del habitus) y la praxis (transformación de la conducta para la transformación de las estructuras objetivas). No examina, por eso, cómo el habitus puede variar según el proyecto reproductor o transformador de diferentes clases y grupos.

De cualquier modo, si bien esta interacción dialéctica es apenas tratada en los textos de Bourdieu, parece útil su aporte para desarrollarla. Por lo menos tres autores lo han intentado. Michel Pinçon, quien usa ampliamente el esquema bourdieuano para estudiar a la clase obrera francesa, sugiere hablar de “prácticas de apropiación”, para evitar la connotación de pasividad. La práctica no es solo ejecución del habitus y apropiación pasiva de un bien o servicio; todas las prácticas, aun las de consumo, constituyen las situaciones y posiciones de clase. Y el propio Pinçon recuerda que en Algerie 60 Bourdieu describe el habitus como una estructura modificable debido a su conformación permanente con los cambios de las condiciones objetivas...

Sergio Miceli, a su vez, propone considerar el concepto de habitus como “una recuperación ‘controlada’ del concepto de conciencia de clase”. Dado que el habitus incluye el proceso por el cual los distintos tipos de educación (familiar, escolar, etcétera) fueron implantando en los sujetos los esquemas de conocimiento y acción, permite precisar mucho mejor que la nebulosa noción de conciencia las posibilidades de que un grupo sea consciente, sus trayectorias posibles, sus prácticas objetivamente esperables. 

Néstor Garcia Canclini en: 

Bourdieu, Pierre, Sociología y cultura, México, Grijalbo, 1990. INTRODUCCIÓN: LA SOCIOLOGÍA DE LA CULTURA