Así pues, descubrir que se está inevitablemente comprometido en la lucha por la
construcción y la imposición de la taxonomía legitima viene a ser lo mismo que
adoptar como objeto, pasando al segundo grado, la ciencia de esta lucha, es decir,
el conocimiento del funcionamiento y las funciones de las instituciones que se
encuentran comprometidas en ella, como lo son el sistema escolar a los grandes
organismos oficiales de censo y de estadística social. El concebir como tal el
espacio de la lucha de las clasificaciones —y la posición del sociólogo dentro de
este espacio o en relación con él— de ninguna manera lleva a aniquilar a la ciencia
en el relativismo. No hay duda de que el sociólogo ha dejado de ser el árbitro
imparcial o el espectador divino, único capaz de determinar dónde se encuentra la
verdad —a, expresándose como el sentido común, que tiene razón—, este equivale
a identificar la objetividad con una distribución ostensiblemente equitativa de las
culpas y las razones. Ahora es aquel que trata de decir la verdad de las luchas que
tienen como objeto —entre otras cosas— la verdad. Por ejemplo, en lugar de
zanjar la discusión entre los que afirman y los que niegan la existencia de una
clase, de una región a de una nación, se concentra en establecer la lógica especifica
de esa lucha y en determinar, por medio de un análisis de la relación de fuerzas y
de los mecanismos de su transformación, cuáles son las posibilidades de los
diferentes bandos. A él le corresponde construir el modelo verdadero de las
luchas por la imposición de la representación verdadera de la realidad que
contribuyen a crear la realidad tal y como se presenta en el momento de ser
registrada. Así procede Georges Duby cuando, en lugar de aceptarlo como una
herramienta indiscutida del historiador, toma como objeto de análisis histórico el
esquema de las tres ordenes, es decir, el sistema de clasificación a través del cual la
ciencia histórica acostumbra concebir la sociedad feudal; para descubrir que este
principio de división, que es a la vez el objeto y el producto de las luchas entre los
grupos que aspiran al monopolio del poder de constitución, obispos y caballeros, contribuyó a producir la propia realidad que permite pensar. De la misma forma,
la observación que en un momento determinado establece el sociólogo respecto de
las propiedades u opiniones de las diversas clases sociales, y los propios criterios
de clasificación que deben utilizar para esta observación, son también producto de
toda la historia de las luchas simbólicas que han tenido como objeto la existencia y
la definición de las clases y han contribuido así, de manera muy real, a hacer las
clases: en gran parte, el resultado presente de esas luchas pasadas depende del
efecto de teoría ejercido por las sociologías del pasado, en especial por las que
contribuyeron a hacer la clase obrera, y con ella las demás clases, al contribuir a
que ella creyera, a que se creyera, que existe como proletariado revolucionario. A
medida que progresa la ciencia social, y que progresa su divulgación, los
sociólogos se encontrarán cada vez más, realizada en su objeto, con la ciencia social
del pasado.
Pero basta con pensar en el papel que asignan las luchas políticas a la previsión, o a la simple observación, para comprender que hasta el sociólogo que con mayor rigor se limita a describir será sospechoso de prescribir o proscribir. En la vida diaria, prácticamente solo se habla de lo que es para decir, por añadidura, que es o no conforme a la naturaleza de las cosas, normal o anormal, bendito o maldito. Los nombres son provistos de adjetivos tácitos, los verbos de adverbios silenciosos que tienden a consagrar o condenar, a instituir como digno de existir y persistir en el ser o, por el contrario, de destituir, degradar o desacreditar. Así pues, no resulta fácil desprender el discurso de la lógica del proceso en el cual quieren hacerlo funcionar, aunque no fuera más que para otorgarse la libertad de condenarlo. Así, la descripción científica de la relación que guardan los más desposeídos de cultura con la alta cultura se comprenderá muy probablemente como una forma hipócrita de condenar al pueblo a la ignorancia o, por el contrario, como una forma disimulada de rehabilitar o celebrar la incultura y demoler los valores de la cultura. ¿Y qué decir de los casos en que el esfuerzo para explicar —y en eso consiste siempre el trabajo de la ciencia— puede aparecer como una forma de justificar, o incluso de disculpar? Ante la servidumbre de la cadena de montaje o la miseria de las ciudades perdidas, sin hablar de la tortura o la violencia de los campos de concentración, el “así son las cosas” que podemos pronunciar junto con Hegel ante las montañas reviste el valor de una complicidad criminal. Pues cuando se trata del mundo social, no hay nada menos neutro que el enunciar el ser con autoridad, es decir, con el poder de hacer ver y hacer creer que confiere la capacidad reconocida de prever; las observaciones de la ciencia ejercen inevitablemente una politica eficaz, que puede no ser la que quisiera ejercer el científico.
Pero basta con pensar en el papel que asignan las luchas políticas a la previsión, o a la simple observación, para comprender que hasta el sociólogo que con mayor rigor se limita a describir será sospechoso de prescribir o proscribir. En la vida diaria, prácticamente solo se habla de lo que es para decir, por añadidura, que es o no conforme a la naturaleza de las cosas, normal o anormal, bendito o maldito. Los nombres son provistos de adjetivos tácitos, los verbos de adverbios silenciosos que tienden a consagrar o condenar, a instituir como digno de existir y persistir en el ser o, por el contrario, de destituir, degradar o desacreditar. Así pues, no resulta fácil desprender el discurso de la lógica del proceso en el cual quieren hacerlo funcionar, aunque no fuera más que para otorgarse la libertad de condenarlo. Así, la descripción científica de la relación que guardan los más desposeídos de cultura con la alta cultura se comprenderá muy probablemente como una forma hipócrita de condenar al pueblo a la ignorancia o, por el contrario, como una forma disimulada de rehabilitar o celebrar la incultura y demoler los valores de la cultura. ¿Y qué decir de los casos en que el esfuerzo para explicar —y en eso consiste siempre el trabajo de la ciencia— puede aparecer como una forma de justificar, o incluso de disculpar? Ante la servidumbre de la cadena de montaje o la miseria de las ciudades perdidas, sin hablar de la tortura o la violencia de los campos de concentración, el “así son las cosas” que podemos pronunciar junto con Hegel ante las montañas reviste el valor de una complicidad criminal. Pues cuando se trata del mundo social, no hay nada menos neutro que el enunciar el ser con autoridad, es decir, con el poder de hacer ver y hacer creer que confiere la capacidad reconocida de prever; las observaciones de la ciencia ejercen inevitablemente una politica eficaz, que puede no ser la que quisiera ejercer el científico.
Sin embargo, aquellos que deploran el pesimismo desalentador o los efectos
desmovilizadores del análisis sociológico cuando éste formula, por ejemplo, las
leyes de la reproducción social tienen tan poco fundamento como aquellos que
reprocharan a Galileo él haber desalentado el sueño de volar al construir la ley de
la caída de los cuerpos. El enunciar una ley social como la que establece que el
capital cultural va al capital cultural equivale a presentar la posibilidad de
introducir entre las circunstancias que han contribuido al efecto que la ley prevé
—en este caso particular la eliminación escolar de los niños más desprovistos de
capital cultural— los “elementos modificadores” de los que hablaba Augusto
Comte; éstos, por débiles que sean por sí mismos, pueden bastar para transformar
en el sentido que deseamos el resultado de los mecanismos. Por el hecho mismo
de que, tanto en este campo como en otros, el conocimiento de los mecanismos
permite determinar las condiciones y los medios de una acción dirigida a dominarlos,
en todos los casos se justifica el rechazo del sociologismo que trata lo
probable como un destino; y allí están los movimientos de emancipación para
probar que cierta dosis de utopismo, esa negación mágica de lo real que se
consideraría en otros casos como neurótica, puede incluso ayudar a crear las
condiciones políticas de una negación práctica de La observación realista. Pero,
sobre todo, el conocimiento por si solo ejerce un efecto —que me parece liberador
— cada vez que una parte de la eficacia de los mecanismos cuyas leyes de funcionamiento
estable dependen del desconocimiento, es decir, cada vez que se
enfrenta a los fundamentos de la violencia simbólica. En efecto, esta forma
particular de violencia solo puede ejercerse contra sujetos cognoscentes cuyos actos
de conocimiento, empero, por ser parciales y mistificados, encierran el
reconocimiento tácito de la dominación que está implicado en el desconocimiento
de las bases reales de la dominación. Se explica el hecho de que constantemente se
niegue a la sociología la categoría de ciencia, sobre todo entre aquellos que
requieren de las tinieblas del desconocimiento para ejercer su comercio simbólico.
Bourdieu, Pierre, Sociología y cultura, México, Grijalbo, 1990. 1. CLASE INAUGURAL.
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