Nunca se impone de manera más absoluta la necesidad de repudiar la tentación
regia como cuando se trata de concebir científicamente el propio mundo científico,
o, de manera más general, el mundo intelectual. Si ha sido necesario revisar de
arriba abajo la sociología de los intelectuales, ella se debe a que, por la importancia
de los intereses que están en juego y por la magnitud de la que se ha consentido
invertir, a un intelectual le es sumamente difícil evadir la lógica de la lucha en la
que cada cual se apresura a convertirse en sociólogo —en el sentido más brutalmente
sociologista— de sus adversarios, al tiempo que se convierte en su propio
ideólogo, según la ley de las cegueras y lucideces cruzadas que regula todas las
luchas sociales por la verdad. Sin embargo, solo si aprehende el juego como tal, con
las apuestas, las reglas o las regularidades que le son propios, las inversiones especificas que se generan y los intereses que se satisfacen en él, logrará
simultáneamente, por un lado, zafarse de él por y para la distancia constitutiva de
la representación teórica, y, por otro descubrir que está involucrado en él, en un
lugar determinado, con apuestas e inversiones determinadas y determinantes.
Cualesquiera que sean sus pretensiones científicas, la objetivación está destinada a
ser siempre parcial, por ende, falsa, mientras ignore o se niegue a ver el punto de
vista a partir del cual se enuncia, es decir, el juego en conjunto. El construir el
juego como tal, es decir, como un espacio de posiciones objetivas que es causa, entre
otras cosas, de la visión que pueden tener los ocupantes de cada posición sobre las
demás posiciones y sus ocupantes, es obtener el medio de objetivar científicamente
el conjunto de las objetivaciones más o menos brutamente reduccionistas a las que
se entregan los agentes metidos en la lucha, y de percibirlas como la que son, como
estrategias simbólicas dirigidas a imponer la verdad parcial de un grupo como la
verdad de las relaciones objetivas entre los grupos. Es descubrir, por añadidura,
que, al dejar en el olvido el propio juega que los constituye como competidores, los
adversarios cómplices se ponen de acuerdo para que quede enmascarado lo
esencial, es decir, los intereses vinculados con el hecho de participar en el juego y la
colusión objetiva que de ella resulta.
(...) Con todo, cada nuevo logro de la sociología de la
ciencia tiende a reforzar la ciencia sociológica al incrementar el conocimiento de las
determinantes sociales del pensamiento sociológico, y, por ende, la eficacia de la
critica que cada cual puede oponer a los efectos de esas determinantes sobre su
propia práctica y la de sus competidores. La ciencia se refuerza cada vez que se
refuerza la critica científica, es decir, de manera inseparable, la calidad científica de
las armas disponibles y, para poder triunfar científicamente, la necesidad de
utilizar las armas de la ciencia y solo éstas. En afecto, el campo científico es un
campo de luchas como cualquier otro, pero en él las disposiciones criticas que
suscita la competencia solo pueden verse satisfechas cuando logran movilizar los
recursos científicos acumulados; cuanto más avanzada está una ciencia, y tiene
pues un logro colectivo importante, mayor es el capital científico que supone la
participación en la lucha científica. La consecuencia es que las revoluciones
científicas no son producto de los más desprovistos sino de los más ricos en
ciencia. (...) si hay una verdad, ésta es que la verdad es un
objeto de lucha; pero esta lucha solo puede conducir a la verdad cuando obedece a
una lógica tal que la única forma de vencer al adversario sea empleando contra él
las armas de la ciencia y cooperando así al progreso de la verdad científica.
Esta lógica también es válida para la sociología: bastaría con que se pudiera exigir prácticamente que todos los participantes y aspirantes dominaran los conocimientos —que son ya inmensos— obtenidos dentro de esta disciplina para que desaparecieran del universo ciertas prácticas que descalifican a la profesión. Pero en el mundo social, ¿a quién le interesa que exista una ciencia autónoma del mundo social? En todo caso, no será a los que son científicamente más pobres: como estructuralmente tienen tendencia a buscar en la alianza con las potencias externas, cualesquiera que sean, un apoyo o una venganza en contra de las presiones y los controles surgidos de la competencia interna, siempre pueden encontrar en la denuncia política un sustituto fácil de la critica científica. Tampoco será a los detentadores de un poder temporal o espiritual, que no pueden más que ver en una ciencia social realmente autónoma la competencia más temible; sobre todo, quizá, cuando renuncia a la ambición de legislar, por la que llega la heteronomia, y reivindica una autoridad negativa, critica, es decir, critica de sí misma y, como implicación, de todos los abusos de ciencia y de todos los abusos de poder que se cometen en nombre de la ciencia.
Se comprende que la existencia de la sociología como disciplina científica se vea siempre amenazada. La vulnerabilidad estructural que provoca la posibilidad de hacer trampa con los imperativos científicos a través del juego de la politización hace que tenga tanto que temer de los poderes que esperan demasiado de ella como de los que desean su desaparición. Las demandas sociales vienen siempre acompañadas de presiones, conminaciones o seducciones, y el mayor bien que se le pueda hacer a la sociología es quizá el de no pedirle nada. Paul Veyne observaba que “se reconoce de lejos a los grandes expertos en la antigüedad por ciertas páginas que no escriben”. ¿Qué decir de los sociólogos que se ven constantemente incitados a rebasar los limites de su ciencia? No es tan fácil renunciar a las gratificaciones inmediatas del profetismo cotidiano, sobre todo considerando que el silencio, por definición, está destinado a pasar inadvertido y deja el campo libre a la inanidad sonora de la falsa ciencia. Así, por no repudiar las ambiciones de la filosofía social y la seducción del ensayismo, que está en todo y para todo tiene respuesta, hay quien se puede pasar toda la vida situándose en terrenos donde la ciencia en su estado actual está derrotada de antemano. Otros, por el contrario, encuentran en estos excesos una excusa para justificar la abdicación que implica a menudo la prudencia irreprochable de la minucia ideográfica.
Bourdieu, Pierre, Sociología y cultura, México, Grijalbo, 1990. 1. CLASE INAUGURAL.
Esta lógica también es válida para la sociología: bastaría con que se pudiera exigir prácticamente que todos los participantes y aspirantes dominaran los conocimientos —que son ya inmensos— obtenidos dentro de esta disciplina para que desaparecieran del universo ciertas prácticas que descalifican a la profesión. Pero en el mundo social, ¿a quién le interesa que exista una ciencia autónoma del mundo social? En todo caso, no será a los que son científicamente más pobres: como estructuralmente tienen tendencia a buscar en la alianza con las potencias externas, cualesquiera que sean, un apoyo o una venganza en contra de las presiones y los controles surgidos de la competencia interna, siempre pueden encontrar en la denuncia política un sustituto fácil de la critica científica. Tampoco será a los detentadores de un poder temporal o espiritual, que no pueden más que ver en una ciencia social realmente autónoma la competencia más temible; sobre todo, quizá, cuando renuncia a la ambición de legislar, por la que llega la heteronomia, y reivindica una autoridad negativa, critica, es decir, critica de sí misma y, como implicación, de todos los abusos de ciencia y de todos los abusos de poder que se cometen en nombre de la ciencia.
Se comprende que la existencia de la sociología como disciplina científica se vea siempre amenazada. La vulnerabilidad estructural que provoca la posibilidad de hacer trampa con los imperativos científicos a través del juego de la politización hace que tenga tanto que temer de los poderes que esperan demasiado de ella como de los que desean su desaparición. Las demandas sociales vienen siempre acompañadas de presiones, conminaciones o seducciones, y el mayor bien que se le pueda hacer a la sociología es quizá el de no pedirle nada. Paul Veyne observaba que “se reconoce de lejos a los grandes expertos en la antigüedad por ciertas páginas que no escriben”. ¿Qué decir de los sociólogos que se ven constantemente incitados a rebasar los limites de su ciencia? No es tan fácil renunciar a las gratificaciones inmediatas del profetismo cotidiano, sobre todo considerando que el silencio, por definición, está destinado a pasar inadvertido y deja el campo libre a la inanidad sonora de la falsa ciencia. Así, por no repudiar las ambiciones de la filosofía social y la seducción del ensayismo, que está en todo y para todo tiene respuesta, hay quien se puede pasar toda la vida situándose en terrenos donde la ciencia en su estado actual está derrotada de antemano. Otros, por el contrario, encuentran en estos excesos una excusa para justificar la abdicación que implica a menudo la prudencia irreprochable de la minucia ideográfica.
Bourdieu, Pierre, Sociología y cultura, México, Grijalbo, 1990. 1. CLASE INAUGURAL.
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