martes, 12 de marzo de 2013

Pierre Bourdieu - Clase inaugural

Debería ser posible impartir una clase, aunque fuera inaugural, sin tener que preguntarse con que derecho: la institución existe precisamente para apartar esta interrogante, así como la angustia relacionada con la arbitrariedad que se hace presente en los comienzos. Como rito de admisión y de investidura, la clase inaugural, inceptio, realiza de manera simbólica ese acto de delegación al término del cual el nuevo maestro queda autorizado para hablar con autoridad, un acto que instituye su palabra como discurso legitimo, pronunciado por quien tiene derecho a hacerlo. La eficacia propiamente mágica del ritual descansa en el intercambio silencioso e invisible que se lleva a cabo entre el recién llegado, quien ofrece públicamente su palabra, y los científicos reunidos, quienes atestiguan a través de su presencia como cuerpo que, al ser así recibida por los maestros más eminentes, esta palabra puede recibirse de manera universal, es decir, se convierte, en el sentido más fuerte, en magistral. Pero más vale no llevar demasiado lejos el juego de la clase inaugural sobre la clase inaugural: la sociología, que es la ciencia de la institución y de la relación, afortunada o no, con la institución, supone y produce una distancia infranqueable y en ocasiones insoportable, no solo para la institución; nos arrebata de ese estado de inocencia que permite cumplir de manera afortunada con las expectativas de la institución.

Ya sea parábola o paradigma, la lección sobre la lección, un discurso que reflexiona sobre sí mismo en el acto del discurso, tiene al menos la virtud de recordar una de las propiedades más fundamentales de la sociología tal como yo la concibo: todas las proposiciones que enuncia esta ciencia pueden y deben aplicarse al sujeto que hace la ciencia. Cuando no es capaz de introducir esta distancia objetivadora, por ende critica, el sociólogo da la razón a los que ven en él una especie de inquisidor terrorista, disponible para cualquier acción policíaca simbólica. No se ingresa en la sociología sin desgarrar las adherencias y adhesiones que nos atan por lo general a ciertos grupos, sin abjurar creencias que son constitutivas de la pertenencia y renegar de todo vinculo de afiliación o filiación. Así, el sociólogo surgido de lo que se suele llamar el pueblo y que ha llegado a lo que se llama la élite solo puede alcanzar la lucidez especial asociada con el extrañamiento social denunciando la representación populista del pueblo que no engaña más que a sus autores, y la representación elitista de las elites, hecha precisamente para engañar tanto a los que pertenecen a ellas como a los que están excluidos.

Al considerar la inserción social del científico como un obstáculo insuperable para la construcción de una sociología científica, se olvida que el sociólogo encuentra armas en contra de los determinismos sociales en la propia ciencia que los saca a la luz, es decir, en su conciencia. La sociología de la sociología, que permite movilizar en contra de la ciencia que se está haciendo los logros de la ciencia que está ya hecha, es un instrumento indispensable del método sociológico: uno hace ciencia —y en especial sociología— tanto en contra de su preparación como con su preparación. Y solo la historia puede librarnos de la historia. Así, con la condición de concebirse también como una ciencia del inconsciente, dentro de la gran tradición de epistemología histórica ilustrada por Georges Canguilhem y Michel Foucault, la historia social de la ciencia social es uno de los medios más poderosos para librarse de la historia, es decir, del dominio de un pasado incorporado que se sobrevive a sí mismo en el presente, o de un presente que, como el de las modas intelectuales, ya es pasado en el memento de su aparición. La sociología del sistema de enseñanza y del mundo intelectual me parece primordial justamente porque contribuye al conocimiento del sujeto de conocimiento, al introducir, de manera más directa que todos los análisis reflexivos, en las categorías de pensamiento impensadas que delimitan lo pensable y predeterminan lo pensado: basta con evocar el universo de supuestos, de censuras y lagunas que toda educación exitosa logra que uno acepte o ignore, trazando así el circulo mágico de la suficiencia desposeída en el cual las escuelas de elite encierran a sus elegidos.

(...) Y para medir lo que nos separa de la sociología clásica, (...) Quizá porque al propio Durkheim, quien recomendaba que la gestión de los asuntos públicos se pusiera en manes de los científicos, le costaba trabajo tomar, en relación con su posición social de maestro de pensamiento, la distancia social necesaria para pensarla como tal. De la misma forma, solo una historia social del movimiento obrero y de sus relaciones con sus teóricos internos y externos podría comprender por qué aquellos que hacen profesión de marxismo nunca han sometido realmente el pensamiento de Marx, y sobre todo los uses sociales que se le dan, a la prueba de la sociología del conocimiento, cuyo iniciador fue Marx; sin embargo, sin llegar a creer que la critica histórica y sociología logre jamás desalentar la utilización teológica o terrorista de los escritos canónicos, podríamos al menos esperar de ella que decida a los más lúcidos y resueltos a interrumpir el sueño dogmático para poner en acción, es decir, a prueba, en una práctica científica, teorías y conceptos a los que la magia de una exégesis siempre recomenzada garantiza la falsa eternidad de los mausoleos.

Aunque no hay duda de que esta interrogación critica algo debe a las transformaciones de la institución escolar que autorizaba la certitudo sui magistral del pasado, no debe comprenderse como una concesión al espíritu anti-institucional que flota en el ambiente actual. Se impone, en efecto, como la única forma de evitar ese principio sistemático de error que es la tentación de la visión soberana. Cuando se arroga el derecho, que hay quien le reconoce, de determinar los limites entre las clases, las regiones o las naciones, de determinar con la autoridad de la ciencia si existen o no las clases sociales, y hasta qué punto tal o cual clase social —proletariado, campesinado o pequeña burguesía—, tal o cual unidad geográfica —Bretaña, Córcega u Occitania—, es una realidad o una ficción, el sociólogo asume o usurpa las funciones del rex arcaico, investido, según Benveniste, del poder de regere fines y de regere sacra, de determinar las fronteras, los limites, es decir, lo sagrado. El latín, que invoco también en homenaje a Pierre Courcelle, posee otra palabra, que es menos prestigiosa y más próxima a las realidades de hoy, la de censor, para designar al poseedor estatutario de ese poder de constitución que pertenece al decir autorizado, capaz de hacer que existan en las conciencias y en las cosas las divisiones del mundo social: el censor, como responsable de una operación técnica —census, censo— que consiste en clasificar a los ciudadanos según su fortuna, es el sujeto de un juicio que se parece más al de un juez que al de un científico; éste consiste, en efecto —y cito a Georges Dumézil —, en “situar (a un hombre, un acto o una opinión, etcétera) en el lugar jerárquico que le corresponde, con todas las consecuencias prácticas de esta situación, y ello mediante una justa estimación pública”.

Para romper con esa ambición, que es propia de las mitologías, de fundamentar las divisiones arbitrarias del orden social, y ante todo la división del trabajo, y dar así una solución lógica al problema de la clasificación de los hombres, la sociología debe tomar como objeto, en lugar de caer en ella, la lucha por el monopolio de la representación legitima del mundo social, esa lucha de las clasificaciones que es una de las dimensiones de cualquier tipo de lucha de clases, bien sea de clases definidas por la edad, el sexo o las clases sociales. (...) En pocas palabras, con gran desesperación del filosofo-rey que al asignarles una esencia quiso obligarlos a ser y hacer lo que por definición les incumbe, los clasificados, los mal clasificados pueden rechazar el principio de clasificación que les impone el peor lugar. De hecho, como la demuestra la historia, ha sido casi siempre bajo la dirección de aspirantes al monopolio del poder para juzgar y clasificar, a menudo seres mal clasificados, al menos en ciertos aspectos, como los dominados han podido escapar a la atadura de la clasificación legitima y transformar su visión del mundo al liberarse de esos limites incorporados que son las categorías sociales de percepción del mundo social.

Bourdieu, Pierre, Sociología y cultura, México, Grijalbo, 1990. 1. CLASE INAUGURAL.

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